Nací en 1970,
de madre creyente y padre ateo, y, por decisión de mi padre, no recibí
educación religiosa en mi infancia y adolescencia (mis padres habían recibido
los sacramentos católicos básicos en su niñez y mocedad). Pero siempre supe que, de abrazar formalmente
una religión, esa sería la católica, profesada con cierta devoción por ciertos
miembros de mi familia paterna. Solicité y recibí el bautismo en junio de 1992.
Un frío sábado
de 1990, un paseo me sorprendió en la puerta de la
Catedral Metropolitana, embanderada con colores argentinos y vaticanos con
motivo de la asunción de monseñor Antonio Quarracino como nuevo arzobispo de
Buenos Aires, por designación del papa Juan Pablo II, quien, al año siguiente,
lo crearía cardenal, convirtiéndolo en primado de la Argentina. Poco después de
mi bautismo, Quarracino se apersonó en mi parroquia de Catalinas Sur, para
oficiar una ordenación presbiteral en una atestada capilla, con toda la
solemnidad del caso. Una de las preguntas rituales arzobispales me quedó
grabada: ¿Sabes si es digno? Quarracino dirigía esa pregunta al
presbítero que le pedía que ordenara al nuevo sacerdote. A fines de 1996,
volvería a ver a Quarracino por mi zona de residencia de aquel entonces, con
motivo de la misa infantil oficiada por el arzobispo en la Bombonera. Fue la
última vez que lo tuve cerca. Falleció el 28 de febrero de 1998, siendo sucedido por monseñor Jorge Bergoglio,
hoy papa Francisco.