Por
estos días me he preguntado por qué muchos argentinos desconfían de la política
(o dicen desconfiar, pues, desgraciadamente, mis compatriotas tienen fama de
decir una cosa y hacer otra). Hoy, escuchando la disertación de un docente,
creí entrever una respuesta a mi interrogante: muchos argentinos no desconfían,
en realidad, de la política, sino del odio político, y razón no les faltaría
para desconfiar de él, pues el odio
político ha lacerado miserablemente los corazones de nuestra patria, casi desde
los inicios de su vida independiente.
¿Cuál
es el origen del odio político argentino?
A dicho interrogante pareció proponer una respuesta, hace casi tres
decenios, un lector de la revista Humor, noble baluarte antiprocesista
lamentablemente autobanalizado a posteriori, cuando la publicación dirigida por Andrés
Cascioli publicó una carta del susodicho lector, cuyo nombre he olvidado, quien
decía que un colaborador habitual de Humor hacía mal en decir que él no
era radical, sino alfonsinista, pues, según dicho lector, el personalismo había sido fatídico para la
Argentina. “Rosas, Yrigoyen, Perón, dividieron al pueblo”, escribía el citado
lector, “y los odios durarán por los siglos de los siglos”.
¿Son
Rosas, Yrigoyen y Perón los responsables históricos puntuales del odio político
argentino? No sabría decirlo con
exactitud. Lo innegable es que el odio político argentino es de larga data. Se
remonta, como mínimo, al sangriento y prolongado enfrentamiento entre unitarios
y federales, agravado circa 1838-1848 por la intervención
armada anglo-francesa contra ese suelo argentino liberado por José de San
Martín, quien, desde su exilio francés, aplaudió la defensa de la soberanía
territorial liderada por Juan Manuel de Rosas, gesto que el Libertador premió
legando al Restaurador, por vía testamentaria, el célebre sable curvo del Gran
Capitán, el más respetado de los personajes históricos argentinos. El odio
político argentino se encarnaría posteriormente en las fieras campañas
antianarquistas lanzadas circa 1900-1915 por gobernantes conservadores
propensos a conceptuar de disolventes las ideas anarquistas traídas a la
Argentina por la caudalosa inmigración europea. El odio político argentino también
se encarnaría en los enfrentamientos librados circa 1895-1930 entre
radicales y conservadores, posteriormente coaligados, con otras expresiones
políticas, contra el peronismo, perfilado circa 1945-1955 como ese enemigo
común aparentemente requerido por antiguos adversarios políticos para sellar
las paces, situación agravada por las tendencias autoritarias del primer
peronismo. En su película Eva Perón, de 1996, Juan Carlos
Desanzo nos muestra a Arturo Frondizi y otros políticos antiperonistas
coaligados con el general Benjamín Menéndez, quien en 1951 encabeza una fallida
insurrección militar contra el presidente Juan Domingo Perón. En el film
de Desanzo, Frondizi señala una paradoja a un Menéndez ofuscado por sus
diferencias con el futuro dictador Eduardo Lonardi. “Yo pertenezco al partido
de Hipólito Yrigoyen y usted admira al general que lo derrocó”, dice Frondizi a
Menéndez en el film de Desanzo. “Sin embargo, somos socios”.
El
bando golpista, surgido en 1930, perfilaba como el brazo armado de la coalición
antiperonista de 1945-1955. Posteriormente, los golpistas refutarían cruelmente
esa suposición, al no hacer distinción ideológica alguna entre los presidentes
que derrocarían, defenestrando indistintamente al inventor del peronismo, a su
tercera consorte, al radical intransigente Arturo Frondizi y al radical del pueblo
Arturo Illia y llegando al extremo de convertir en presidente-títere al ucrista
José María Guido de 1962-1963. Los golpistas de 1930 y 1955 se conformaron con
tratar de acallar al partido político de procedencia de los mandatarios
defenestrados en dichos años. Los golpistas de 1966 y 1976 pretendieron
suprimir toda forma de política civil, fracasando de manera previsible y
ostensible.
La
atroz campaña antipolítica procesista de 1976-1982 fracasó rotundamente. Al desastre militar malvínico de 1982 siguió
la restauración democrática de 1983, próxima a celebrar su venturoso
treintanario. Los logros de los últimos tres decenios palidecen, empero, ante
la desconfianza hacia la política actualmente manifestada por muchos
argentinos, quienes, insisto, bien pueden desconfiar más del odio político que
de la política en sí misma. Dichos argentinos parecen decididos a
institucionalizar el harto desaconsejable Que se vayan todos de diciembre de
2001, cuando, en menos de dos semanas, se produjeron cuatro cambios de
presidentes, convirtiendo en un juego de niños esa Anarquía del Año XX que
tanto parece haber lacerado el corazón de Manuel Belgrano en su lecho de
muerte.
Para
muchos argentinos, la clase política parece haber quedado ligada a la
implementación de las funestas políticas socioeconómicas neoliberales
procesistas de 1976-1983, relanzadas entre 1989 y 2001 por los gobiernos constitucionales
encabezados por el peronista Carlos Menem y el radical Fernando de la Rúa, cuyo
intachable origen electoral no les impidió incurrir, al definir su agenda
socioeconómica, en los mismos errores
garrafales cometidos por la peor dictadura argentina, que sugiriera archivar
las urnas, aunque las administraciones duhaldista, kirchnerista y cristinistas
se esforzaran perceptiblemente por rectificar, desde 2002, las erróneas
políticas socioeconómicas de sus predecesores dictatoriales y constitucionales
más inmediatos. Muchos argentinos parecieron concluir, tras la larga agonía
final del neoliberalismo argentino, iniciada en 1995, que los militares y políticos
no podían solucionar efectivamente los problemas reales de la Argentina. Entre
1976 y 2001, gobiernos dictatoriales y constitucionales habían preconizado unas
muy equívocas políticas socioeconómicas. No era posible, según dicha óptica,
confiar en los gobernantes. Según dicha interpretación, el mercado no era capaz
de autorregularse, como creyesen los neoliberales, pero la sociedad sí. Allí
radica el principal desafío de la Argentina contraria al riesgoso
antipoliticismo, sincero o insincero,
actualmente detectable en ciertos elementos sociales. Dicho desafío
consiste en señalar, a esa Argentina presuntamente antipolítica, las
limitaciones acertadamente atribuibles a la capacidad de autorregulación de
toda sociedad, con la consiguiente necesidad de intervención estatal.
Esa
Argentina presuntamente antipolítica no parece rechazar la política en sí
misma, sino el odio político. De ser así, se simplificaría la tarea de
repolitizarla, pues se trataría de un rechazo comprensible. El odio, político o
no, no puede gustar a ningún ser humano con dos dedos de frente, argentino o no.
Tiene todo el derecho del mundo a experimentar y manifestar su desagrado ante
el odio. El odio no puede ser incluido entre esos sentimientos constructivos
imprescindibles para el progreso humano. En el caso argentino, al odio político
se suman otros odios. El odio futbolístico ha mancillado tan miserablemente el
noble deporte futbolístico como el odio político a la necesaria actividad
política, motor insustituible de la democracia. Los evitables enfrentamientos
entre simpatizantes de Boca y River, de Independiente y Racing, de Newell’s y
Rosario Central, han ostentado, en décadas recientes, los mismos ribetes desdichados
ostentados, en los siglos XIX y XX, por los enfrentamientos entre unitarios y
federales, entre radicales y conservadores, entre peronistas y antiperonistas,
entre militares y civiles, entre Azules y Colorados, por el evitable conflicto
entre la segunda presidencia peronista y la Iglesia Católica, por la
desgastante puja entre la primera administración cristinista y el sector
agropecuario. Lo que planteo no es quimérico. Mucho me conmovió, hace ya algún
tiempo, una escena televisiva ligada al automovilismo, otro deporte favorito de
los argentinos. En dicha escena, los simpatizantes de las distintas escuderías,
visiblemente autoidentificados con sus respectivos distintivos, coexistían
pacíficamente en las tribunas del autódromo afectado a la competición
automovilística televisada en dicha ocasión, pese a la presunta rivalidad entre
los simpatizantes de Ford y Chevrolet. ¡Qué bueno sería poder registrar esa
noble escena en otros ámbitos de la vida nacional e internacional! Esa noble
escena demuestra netamente la plena viabilidad de dicha opción existencial.
Mucho se equivocó el Leopoldo Lugones de
1924 al preconizar una “hora de la espada” como solución para los problemas
latinoamericanos. Su suicidio de 1938 puede ser analizado a la luz de la
profunda desazón posteriormente experimentada por un Lugones aparentemente
percatado de su trágico error. Mucho se equivocó Lugones al autoerigirse en
precursor del golpismo argentino, cuyo nacimiento, producido en 1930,
incluyera, entre sus parteros, al comisario Leopoldo Lugones (h), vástago del
literato y promotor del uso de la picana eléctrica en los interrogatorios a
detenidos políticos.
Mucho
se equivocó Lugones al promover el golpismo argentino, expresión inequívoca del
amor al odio, pero en nada se equivocará el argentino que proponga sustituir el
odio por sentimientos constructivos. En nada se equivocará el argentino que
promueva, en otras palabras, el odio al odio, el más noble de todos
los odios. Amaos los unos a los otros, sentenció nobilísimamente, hace dos
milenios, ese noble enemigo del odio llamado Jesús de Nazaret. Siendo hijos de
Dios no podemos matarnos entre hermanos. Nuestro Padre nos castigaría con justa
razón. Meses atrás, monseñor Jorge Bergoglio se convirtió en el primer sucesor
argentino de san Pedro, apóstol predilecto de Jesucristo. Invito a todo habitante
del suelo argentino, sea o no un católico argentino, a ver en la asunción del
papa Francisco una ocasión propicia para desterrar toda manifestación de odio
detectable en la compleja cotidianeidad argentina.
Jorge
Bergoglio (hoy papa Francisco) fotografiado con su hermano Oscar con motivo de
su Primera Comunión