domingo, 30 de junio de 2013

Telenovela noticiosa

La película italiana Portero de noche, estrenada en 1974, narra las peripecias atravesadas en la Viena de 1957 por la esposa de un célebre director orquestal estadounidense, alojada, durante una gira artística de su consorte, en un edificio vienés, cuyo portero nocturno, antiguo SS, martirizó a la dama en cuestión durante su cautiverio en un campo de prisioneros germano-nazi de la Segunda Guerra Mundial. El portero, encarnado por Dirk Bogarde, no reniega de su pasado hitleriano y, fuera de su horario laboral, se reúne secretamente con otros nostálgicos del III Reich, a rendir tributo al malogrado proyecto nazi en una Viena ocupada en 1938 por impiadosos elementos hitlerianos, que obligaron a un octogenario y enfermizo Sigmund Freud a emprender un tardío exilio londinense, por el simple hecho de ser judío, como si ser judío ofendiera a la Humanidad. (Lamentable es comprobar que ciertos judíos actuales parezcan considerar que el ser palestino ofende a la especie humana, como si esos judíos del siglo XXI d. C.olvidaran el martirio infligido al pueblo judío por elementos no judíos actuantes durante la trimilenaria historia judía y la generosa protección brindada, ante un pretérito antisemitismo cristiano, por musulmanes pretéritos tan islámicos como los actuales palestinos. Aclaro que me cortaría una mano antes de ser antisemita).
Casi cuarenta años después del estreno mundial de Portero de noche, la capital argentina, albergue de una populosa y bien conceptuada comunidad judía, se ha visto conmocionada por el cruel asesinato de la adolescente católica Ángeles Rawson, cuya autoría material ha sido atribuida a Jorge Mangeri, portero de su edificio, dando pábulo a una impiadosa telenovela noticiosa, orquestada por multimedios imprudentemente dotados, por su multitudinaria audiencia, de un poder omnímodo análogo al poder ilimitado imprudentemente depositado por el pueblo alemán en manos de Hitler.
No justifico en absoluto el atroz asesinato de Ángeles Rawson, obligada, a sus escasos dieciséis abriles, a renunciar miserablemente a la vida otorgada a Ángeles por el Dios venerado en la parroquia de la católica escuela de la infortunada estudiante secundaria, masacrada en el año de la elección papal de su compatriota y correligionario religioso Jorge Mario Bergoglio. Fui docente secundario en escuelas públicas del conurbano bonaerense. Tuve alumnas de la edad de Ángeles, provenientes, a diferencia de la señorita Rawson, de hogares familiares en situación de riesgo social, y constreñidas a una maternidad harto temprana, situación que impelía a mi directora a considerar seriamente la posibilidad de abrir un jardín maternal para los hijos de nuestras alumnas, comprensiblemente obligadas por ley de la Nación a finalizar sus estudios secundarios, a fin de evitar situaciones de deserción estudiantil y cierre de cursos por matrícula insuficiente.
No justifico en absoluto el atroz asesinato de Ángeles Rawson. Pero tampoco justifico en absoluto la desmedida cobertura mediática del crimen (ni de las noticias policiales en su conjunto). Ángeles tenía dieciséis años, edad convertida, por otra ley de la Nación, en la edad electoral mínima a partir de las elecciones del año en curso. Figuraba probablemente entre los 750 mil nuevos votantes de 16 a 18 años, habilitados para sufragar en los comicios de 2013, cuyo adelantado debut comicial debería recibir una cobertura mediática mucho más amplia que la macabra e interminable telenovela noticiosa montada en derredor del atroz asesinato de Ángeles Rawson.

 
  
       Ángeles Rawson

viernes, 21 de junio de 2013

Usurpación


Nací en 1970, durante el cuarto de los siete años de gestión del régimen militar conocido como “Revolución Argentina”, de muy dudoso carácter revolucionario y filoargentino. Régimen instaurado tras el derrocamiento del presidente Arturo Illia por los militares que habían derrocado cuatro años antes a su correligionario Arturo Frondizi y obligado a Illia a competir por la presidencia en unos comicios mancillados por una proscripción del peronismo. Peronismo fundado por el mandatario derrocado por el sangriento golpe de Estado rematado por la instauración de una Revolución Libertadora que poco o nada tenía de revolucionaria o libertadora. Proscripción análoga a la aceptación del fraude electoral impuesta por el tándem golpista-conservador a Roberto Ortiz, correligionario de Illia y ungido presidente con problemas de salud física que lo obligaron a suspender su valiente cruzada antifraude y delegar la presidencia en un vicepresidente conservador pro fraude y depuesto por un golpe militar. A Illia lo habían derrocado once días antes de unos festejos tucumanos del sesquicentenario de la independencia argentina que le hubiese tocado honrar a él, elegido presidente por casi dos millones y medio de sufragios, y que honró a medias su usurpador Juan Carlos Onganía, designado presidente por los tres votos de la Junta Militar instaurada en 1966.
En mi año natal de 1970, se cumplían el bicentenario del nacimiento de Manuel Belgrano y el sesquicentenario de su deceso (3 y 20 de junio). Onganía sólo disfrutaría de su mal habida presidencia durante la primera efemérides belgraniana de 1970. Cinco días después, sus propios camaradas de armas le exigían su dimisión, suscrita a regañadientes por un dictador que decía necesitar 15 o 20 años para materializar su confuso plan gubernativo.  La tarea de presidir la conmemoración del sesquicentenario del fallecimiento de Belgrano recaería en su ignoto sucesor Roberto Marcelo Levingston, hoy un nonagenario fósil viviente tan poco tenido en cuenta como antes de su sorpresiva dictadura,  obligado por la Junta Militar de 1970 a reemplazar una modesta  silla de agregaduría militar por el rumboso Sillón de Rivadavia[1]. Como a su derrocado, a Onganía se le atribuían hábitos austeros, siendo dudoso que haya descorchado champaña para celebrar la instauración de la peor dictadura argentina, soportada por todos los argentinos, Onganía incluido, durante siete años de esas vacas flacas mencionadas en una Biblia probablemente frecuentada por el muy católico general, cuya dictadura también había durado siete años, cuatro con  Onganía, tres sin él. Siete años que quizá hayan sido de vacas gordas, al menos si consideramos los voluminosos vacunos admirados durante su dictadura por un Onganía aficionado a visitar la Exposición Rural en la sexagenaria calesa de Roque Sáenz Peña, promulgador de una ley electoral poco respetada por el bando golpista integrado por Onganía.  Cabe suponer que Onganía tampoco descorchó champaña para celebrar sádicamente el deceso de su derrocado, ocurrido a principios de  1983, siendo más probable que la haya descorchado para celebrar en familia la Navidad de dicho año, tras las devociones de la Misa de Gallo, y que soportó estoicamente, desde la quietud de su retiro militar, la televisación de la asunción presidencial de Raúl Alfonsín, con Frondizi e Isabel destinados a un sitial de honor parlamentario, debido a su calidad de ex presidentes constitucionales derrocados supérstites,  los únicos que quedaban al fenecer un 1983 posiblemente menos indeleble para Onganía que para muchos compatriotas suyos, otrora sojuzgados por el ex dictador. Por esas ironías del destino, a Onganía le tocó morir viudo, como su  derrocado, y dormirse en su amado Señor el día del vigésimoquinto aniversario de su destitución presidencial, cuarenta días después del deceso de un Frondizi ideológicamente emparentado, durante mucho tiempo, con Illia[2], quien, al ser derrocado, espetó al general Julio Alsogaray: “Ustedes no tienen nada que ver con el Ejército de San Martín y Belgrano. Le han causado mucho mal a la patria y lo seguirán causando. El país los condenará por esta usurpación…” Alguien (tal vez ese Dios y Argentina supuestamente veneradas por Onganía) condenó por usurpación a Onganía. Al menos si consideramos que el asesinato del ex dictador Pedro Eugenio Aramburu y la destitución de Onganía impidieron al usurpador de Illia presidir la conmemoración del  sesquicentenario del fallecimiento de Belgrano.

Onganía en su ancianidad




Notas:

[1] Al ser designado presidente de facto,  Levingston revistaba como agregado militar en la embajada argentina en Washington. Entre sus comitentes figuraba el general Alejandro Agustín Lanusse, quien lo reemplazaría en la presidencia el 22 de marzo de 1971. Levingston tiene actualmente 93 años de edad. Es, junto con Reynaldo Bignone, el único ex dictador argentino aún viviente. Bignone tiene actualmente 85 años de edad. Enviudó el 13 de marzo de 2013, día de la elección del primer papa argentino, tras seis décadas de matrimonio, al día siguiente de ser sentenciado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura procesista, de la cual Bignone fue su último presidente. (N.del a.)

[2] Onganía fue destituido por sus pares el 8 de junio de 1970 y falleció el 8 de junio de 1995, a la edad de 81 años. Frondizi abandonó el radicalismo tras su derrocamiento, creando su propio partido, el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), destinado a una muy pobre performance en la política argentina.  Su alejamiento del radicalismo no le impidió hacerse acreedor a un reconocimiento simbólico tributado por Raúl Alfonsín a principios de su presidencia. Falleció el 18 de abril de 1995, a la edad de 86 años. Como Illia y Onganía, Frondizi murió viudo, situación agravada por el temprano fallecimiento de su única hija, ocurrido el 19 de agosto de 1976. (N.del a.)

miércoles, 12 de junio de 2013

Maravillosa música


Enfundado en su grueso sobretodo, el presidente Juan Domingo Perón afrontó, en aquella fría tarde del 12 de junio de 1974,  el micrófono emplazado en el mismo balcón que presenciara los discursos de sus dos primeras presidencias, utilizando los siguientes términos al dirigirse a la multitud congregada en la Plaza de Mayo: “Compañeros, retempla mi espíritu estar en presencia de este pueblo que toma en sus manos la responsabilidad de defender a la patria. Creo, también, que ha llegado la hora de que pongamos las cosas en claro. Estamos luchando por superar lo que nos han dejado en la República y, en esta lucha, no debe faltar un solo argentino que tenga el corazón bien templado. Sabemos que tenemos enemigos que han comenzado a mostrar sus uñas. Pero, también sabemos que tenemos a nuestro lado al pueblo, y cuando éste se decide a la lucha, suele ser invencible. Hoy es visible, en esta circunstancia de lucha, que tenemos a nuestro lado al pueblo, y nosotros no defendemos ni defenderemos jamás otra causa que no sea la causa del pueblo. Yo sé que hay muchos que quieren desviarnos en una o en otra dirección, pero nosotros conocemos perfectamente bien nuestros objetivos y marcharemos directamente a ellos, sin influenciarnos ni por los que tiran desde la derecha ni por los que tiran desde la izquierda. El gobierno del pueblo es manso y es tolerante, pero nuestros enemigos deben saber que tampoco somos tontos. Mientras nosotros no descansamos para cumplir la misión que tenemos y responder a esa responsabilidad que el pueblo ha puesto sobre nuestros hombros, hay muchos que pretenden manejarnos con el engaño y con la violencia; nosotros, frente al engaño y frente a la violencia, impondremos la verdad, que vale mucho más que eso. No queremos que nadie nos tema; queremos, en cambio, que nos comprendan. Cuando el pueblo tiene la persuasión de su destino, no hay nada que temer. Ni la verdad ni el engaño ni la violencia ni ninguna otra circunstancia podrán influenciar a este pueblo en un sentido negativo, como tampoco podrán influenciarnos a nosotros para que cambiemos una dirección que, sabemos, es la dirección de la patria. Sabemos que en esta acción tendremos que enfrentar a los malintencionados y a los aprovechados. Ni los que pretenden desviarnos ni los especuladores ni los aprovechados de todo orden, podrán, en estas circunstancias, medrar con la desgracia del pueblo. Sabemos que en la marcha que hemos emprendido tropezaremos con muchos bandidos que nos querrán detener, pero con el concurso del pueblo nadie puede detener a nadie. Por eso deseo aprovechar esta oportunidad para pedirle a cada uno de ustedes que se transforme en un vigilante observador de los hechos que quieran provocarse y actúe de acuerdo con las circunstancias. Cada uno de nosotros debe ser un realizador, pero ha de ser también un predicador y un agente de vigilancia y control para poder realizar la tarea, y neutralizar lo negativo que tienen los sectores que todavía no han comprendido que tendrán que comprender. Compañeros, esta concentración popular me da el respaldó la contestación a cuanto dije esta mañana. Por eso deseo agradecerles la molestia que se han tomado de llegar hasta esta plaza. Llevar grabado en mi retina este maravilloso espectáculo, en que el pueblo trabajador de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires me trae el mensaje que yo necesito. Compañeros, con este agradecimiento quiero hacer llegar a todo el pueblo de la República nuestro deseo de seguir trabajando para construir nuestro país y para liberarlo. Esas consignas, que más que mías son del pueblo argentino, las defenderemos hasta el último aliento. Para finalizar, deseo que Dios derrame sobre ustedes todas las venturas y la felicidad que merecen. Les agradezco profundamente que hayan llegado hasta esta histórica Plaza de Mayo. Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”. Años después, su biógrafo estadounidense Joseph A.Page diría que esas palabras sonaban a despedida. Tres semanas después, el 1º de julio de 1974, Perón se despedía efectivamente de su vida terrenal.
En 1984, su compatriota, entrevistador y biógrafo Tomás Eloy Martínez nos pintaría a Perón prediciendo tiempos difíciles para su patria durante su vuelo de regreso definitivo a la Argentina, efectuado el 20 de junio de 1973 desde Madrid. Tiempos difíciles con militares que volverían a conspirar para derrocar gobiernos constitucionales, como venían haciéndolo periódicamente ciertos militares argentinos desde 1930. Perón entendía de eso. Había estado tibiamente ligado al derrocamiento de Hipólito Yrigoyen y, en cierto modo, debía su ascenso político al derrocamiento de Ramón Castillo, aunque después deviniese en uno de los presidentes argentinos más limpiamente elegidos. Él mismo había sido derrocado y expatriado durante largos años y alentado, desde su exilio, la elección presidencial de un Arturo Frondizi también defenestrado por los militares golpistas. Aquel 20 de junio de 1973 había abordado, en Madrid, un vuelo compartido con un Héctor Cámpora destinado a una brevísima presidencia y convertido hacía tres meses en el primer presidente constitucional juramentado tras los siete años de la dictadura instaurada tras el derrocamiento de Arturo Illia. Perón también compartía su vuelo de regreso definitivo con su cuadragenaria tercera esposa, María Estela Martínez Cartas de Perón, destinada a sucederle en la presidencia y ser derrocada por los instauradores de la peor dictadura argentina. A la más maravillosa música sucedería, pocos años después, la crudelísima marcha fúnebre de los campos clandestinos de detención y tortura y del primer neoliberalismo, tapada con mala fortuna por los alegres cánticos del Mundial de Fútbol de 1978. Muchas desgracias esperaban, en efecto, al pueblo argentino, cuya música maravillaba a un Perón próximo a expirar. Habrían de pasar casi treinta años y horrores inenarrables para empezar a revertir esa situación en beneficio del argentino promedio aludido por Perón en su última alocución pública, pronunciada hace casi cuatro decenios.

  
Última aparición pública de Perón (Casa Rosada, 12 de junio de 1974)

   

miércoles, 5 de junio de 2013

Odio al odio


Por estos días me he preguntado por qué muchos argentinos desconfían de la política (o dicen desconfiar, pues, desgraciadamente, mis compatriotas tienen fama de decir una cosa y hacer otra). Hoy, escuchando la disertación de un docente, creí entrever una respuesta a mi interrogante: muchos argentinos no desconfían, en realidad, de la política, sino del odio político, y razón no les faltaría para  desconfiar de él, pues el odio político ha lacerado miserablemente los corazones de nuestra patria, casi desde los inicios de su vida independiente.
¿Cuál es el origen del odio político argentino?  A dicho interrogante pareció proponer una respuesta, hace casi tres decenios, un lector de la revista Humor, noble baluarte antiprocesista lamentablemente autobanalizado a posteriori,  cuando la publicación dirigida por Andrés Cascioli publicó una carta del susodicho lector, cuyo nombre he olvidado, quien decía que un colaborador habitual de Humor hacía mal en decir que él no era radical, sino alfonsinista, pues, según dicho lector,  el personalismo había sido fatídico para la Argentina. “Rosas, Yrigoyen, Perón, dividieron al pueblo”, escribía el citado lector, “y los odios durarán por los siglos de los siglos”.
¿Son Rosas, Yrigoyen y Perón los responsables históricos puntuales del odio político argentino?  No sabría decirlo con exactitud. Lo innegable es que el odio político argentino es de larga data. Se remonta, como mínimo, al sangriento y prolongado enfrentamiento entre unitarios y federales, agravado circa 1838-1848 por la intervención armada anglo-francesa contra ese suelo argentino liberado por José de San Martín, quien, desde su exilio francés, aplaudió la defensa de la soberanía territorial liderada por Juan Manuel de Rosas, gesto que el Libertador premió legando al Restaurador, por vía testamentaria, el célebre sable curvo del Gran Capitán, el más respetado de los personajes históricos argentinos. El odio político argentino se encarnaría posteriormente en las fieras campañas antianarquistas lanzadas circa 1900-1915 por gobernantes conservadores propensos a conceptuar de disolventes las ideas anarquistas traídas a la Argentina por la caudalosa inmigración europea. El odio político argentino también se encarnaría en los enfrentamientos librados circa 1895-1930 entre radicales y conservadores, posteriormente coaligados, con otras expresiones políticas, contra el peronismo, perfilado circa 1945-1955 como ese enemigo común aparentemente requerido por antiguos adversarios políticos para sellar las paces, situación agravada por las tendencias autoritarias del primer peronismo. En su película Eva Perón, de 1996, Juan Carlos Desanzo nos muestra a Arturo Frondizi y otros políticos antiperonistas coaligados con el general Benjamín Menéndez, quien en 1951 encabeza una fallida insurrección militar contra el presidente Juan Domingo Perón. En el film de Desanzo, Frondizi señala una paradoja a un Menéndez ofuscado por sus diferencias con el futuro dictador Eduardo Lonardi. “Yo pertenezco al partido de Hipólito Yrigoyen y usted admira al general que lo derrocó”, dice Frondizi a Menéndez en el film de Desanzo. “Sin embargo, somos socios”. 
El bando golpista, surgido en 1930, perfilaba como el brazo armado de la coalición antiperonista de 1945-1955. Posteriormente, los golpistas refutarían cruelmente esa suposición, al no hacer distinción ideológica alguna entre los presidentes que derrocarían, defenestrando indistintamente al inventor del peronismo, a su tercera consorte, al radical intransigente Arturo Frondizi y al radical del pueblo Arturo Illia y llegando al extremo de convertir en presidente-títere al ucrista José María Guido de 1962-1963. Los golpistas de 1930 y 1955 se conformaron con tratar de acallar al partido político de procedencia de los mandatarios defenestrados en dichos años. Los golpistas de 1966 y 1976 pretendieron suprimir toda forma de política civil, fracasando de manera previsible y ostensible.
La atroz campaña antipolítica procesista de 1976-1982 fracasó rotundamente.  Al desastre militar malvínico de 1982 siguió la restauración democrática de 1983, próxima a celebrar su venturoso treintanario. Los logros de los últimos tres decenios palidecen, empero, ante la desconfianza hacia la política actualmente manifestada por muchos argentinos, quienes, insisto, bien pueden desconfiar más del odio político que de la política en sí misma. Dichos argentinos parecen decididos a institucionalizar el harto desaconsejable Que se vayan todos de diciembre de 2001, cuando, en menos de dos semanas, se produjeron cuatro cambios de presidentes, convirtiendo en un juego de niños esa Anarquía del Año XX que tanto parece haber lacerado el corazón de Manuel Belgrano en su lecho de muerte.
Para muchos argentinos, la clase política parece haber quedado ligada a la implementación de las funestas políticas socioeconómicas neoliberales procesistas de 1976-1983, relanzadas entre 1989 y 2001 por los gobiernos constitucionales encabezados por el peronista Carlos Menem y el radical Fernando de la Rúa, cuyo intachable origen electoral no les impidió incurrir, al definir su agenda socioeconómica,  en los mismos errores garrafales cometidos por la peor dictadura argentina, que sugiriera archivar las urnas, aunque las administraciones duhaldista, kirchnerista y cristinistas se esforzaran perceptiblemente por rectificar, desde 2002, las erróneas políticas socioeconómicas de sus predecesores dictatoriales y constitucionales más inmediatos. Muchos argentinos parecieron concluir, tras la larga agonía final del neoliberalismo argentino, iniciada en 1995, que los militares y políticos no podían solucionar efectivamente los problemas reales de la Argentina. Entre 1976 y 2001, gobiernos dictatoriales y constitucionales habían preconizado unas muy equívocas políticas socioeconómicas. No era posible, según dicha óptica, confiar en los gobernantes. Según dicha interpretación, el mercado no era capaz de autorregularse, como creyesen los neoliberales, pero la sociedad sí. Allí radica el principal desafío de la Argentina contraria al riesgoso antipoliticismo, sincero o insincero,  actualmente detectable en ciertos elementos sociales. Dicho desafío consiste en señalar, a esa Argentina presuntamente antipolítica, las limitaciones acertadamente atribuibles a la capacidad de autorregulación de toda sociedad, con la consiguiente necesidad de intervención estatal.
Esa Argentina presuntamente antipolítica no parece rechazar la política en sí misma, sino el odio político. De ser así, se simplificaría la tarea de repolitizarla, pues se trataría de un rechazo comprensible. El odio, político o no, no puede gustar a ningún ser humano con dos dedos de frente, argentino o no. Tiene todo el derecho del mundo a experimentar y manifestar su desagrado ante el odio. El odio no puede ser incluido entre esos sentimientos constructivos imprescindibles para el progreso humano. En el caso argentino, al odio político se suman otros odios. El odio futbolístico ha mancillado tan miserablemente el noble deporte futbolístico como el odio político a la necesaria actividad política, motor insustituible de la democracia. Los evitables enfrentamientos entre simpatizantes de Boca y River, de Independiente y Racing, de Newell’s y Rosario Central, han ostentado, en décadas recientes, los mismos ribetes desdichados ostentados, en los siglos XIX y XX, por los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre radicales y conservadores, entre peronistas y antiperonistas, entre militares y civiles, entre Azules y Colorados, por el evitable conflicto entre la segunda presidencia peronista y la Iglesia Católica, por la desgastante puja entre la primera administración cristinista y el sector agropecuario. Lo que planteo no es quimérico. Mucho me conmovió, hace ya algún tiempo, una escena televisiva ligada al automovilismo, otro deporte favorito de los argentinos. En dicha escena, los simpatizantes de las distintas escuderías, visiblemente autoidentificados con sus respectivos distintivos, coexistían pacíficamente en las tribunas del autódromo afectado a la competición automovilística televisada en dicha ocasión, pese a la presunta rivalidad entre los simpatizantes de Ford y Chevrolet. ¡Qué bueno sería poder registrar esa noble escena en otros ámbitos de la vida nacional e internacional! Esa noble escena demuestra netamente la plena viabilidad de dicha opción existencial.
    Mucho se equivocó el Leopoldo Lugones de 1924 al preconizar una “hora de la espada” como solución para los problemas latinoamericanos. Su suicidio de 1938 puede ser analizado a la luz de la profunda desazón posteriormente experimentada por un Lugones aparentemente percatado de su trágico error. Mucho se equivocó Lugones al autoerigirse en precursor del golpismo argentino, cuyo nacimiento, producido en 1930, incluyera, entre sus parteros, al comisario Leopoldo Lugones (h), vástago del literato y promotor del uso de la picana eléctrica en los interrogatorios a detenidos políticos.
Mucho se equivocó Lugones al promover el golpismo argentino, expresión inequívoca del amor al odio, pero en nada se equivocará el argentino que proponga sustituir el odio por sentimientos constructivos. En nada se equivocará el argentino que promueva, en otras palabras, el odio al odio, el más noble de todos los odios. Amaos los unos a los otros, sentenció nobilísimamente, hace dos milenios, ese noble enemigo del odio llamado Jesús de Nazaret. Siendo hijos de Dios no podemos matarnos entre hermanos. Nuestro Padre nos castigaría con justa razón. Meses atrás, monseñor Jorge Bergoglio se convirtió en el primer sucesor argentino de san Pedro, apóstol predilecto de Jesucristo. Invito a todo habitante del suelo argentino, sea o no un católico argentino, a ver en la asunción del papa Francisco una ocasión propicia para desterrar toda manifestación de odio detectable en la compleja cotidianeidad argentina.
     Jorge Bergoglio (hoy papa Francisco) fotografiado con su hermano Oscar con motivo de su Primera Comunión