Nací en 1970, durante el cuarto de los siete años de gestión del
régimen militar conocido como “Revolución Argentina”, de muy dudoso carácter
revolucionario y filoargentino. Régimen instaurado tras el derrocamiento del
presidente Arturo Illia por los militares que habían derrocado cuatro años
antes a su correligionario Arturo Frondizi y obligado a Illia a competir por la
presidencia en unos comicios mancillados por una proscripción del peronismo. Peronismo fundado por el mandatario derrocado por el sangriento golpe de Estado rematado
por la instauración de una Revolución Libertadora que poco o nada tenía de
revolucionaria o libertadora. Proscripción análoga a la aceptación del fraude
electoral impuesta por el tándem golpista-conservador a Roberto Ortiz,
correligionario de Illia y ungido presidente con problemas de salud física que
lo obligaron a suspender su valiente cruzada antifraude y delegar la
presidencia en un vicepresidente conservador pro fraude y depuesto por un golpe
militar. A Illia lo habían derrocado once días antes de unos festejos tucumanos
del sesquicentenario de la independencia argentina que le hubiese tocado honrar
a él, elegido presidente por casi dos millones y medio de sufragios, y que
honró a medias su usurpador Juan Carlos Onganía, designado presidente por los
tres votos de la Junta Militar instaurada en 1966.
En mi año natal de 1970, se cumplían el bicentenario del nacimiento de
Manuel Belgrano y el sesquicentenario de su deceso (3 y 20 de junio). Onganía
sólo disfrutaría de su mal habida presidencia durante la primera efemérides
belgraniana de 1970. Cinco días después, sus propios camaradas de armas le
exigían su dimisión, suscrita a regañadientes por un dictador que decía
necesitar 15 o 20 años para materializar su confuso plan gubernativo. La tarea de presidir la conmemoración del
sesquicentenario del fallecimiento de Belgrano recaería en su ignoto sucesor
Roberto Marcelo Levingston, hoy un nonagenario fósil viviente tan poco tenido
en cuenta como antes de su sorpresiva dictadura, obligado por la Junta Militar de 1970 a
reemplazar una modesta silla de agregaduría
militar por el rumboso Sillón de Rivadavia[1].
Como a su derrocado, a Onganía se le atribuían hábitos austeros, siendo dudoso
que haya descorchado champaña para celebrar la instauración de la peor
dictadura argentina, soportada por todos los argentinos, Onganía incluido,
durante siete años de esas vacas flacas mencionadas en una Biblia probablemente
frecuentada por el muy católico general, cuya dictadura también había durado
siete años, cuatro con Onganía, tres sin
él. Siete años que quizá hayan sido de vacas gordas, al menos si consideramos
los voluminosos vacunos admirados durante su dictadura por un Onganía aficionado
a visitar la Exposición Rural en la sexagenaria calesa de Roque Sáenz Peña,
promulgador de una ley electoral poco respetada por el bando golpista integrado
por Onganía. Cabe suponer que Onganía tampoco
descorchó champaña para celebrar sádicamente el deceso de su derrocado,
ocurrido a principios de 1983, siendo
más probable que la haya descorchado para celebrar en familia la Navidad de
dicho año, tras las devociones de la Misa de Gallo, y que soportó estoicamente,
desde la quietud de su retiro militar, la televisación de la asunción
presidencial de Raúl Alfonsín, con Frondizi e Isabel destinados a un sitial de
honor parlamentario, debido a su calidad de ex presidentes constitucionales
derrocados supérstites, los únicos que
quedaban al fenecer un 1983 posiblemente menos indeleble para Onganía que para
muchos compatriotas suyos, otrora sojuzgados por el ex dictador. Por esas
ironías del destino, a Onganía le tocó morir viudo, como su derrocado, y dormirse en su amado Señor el
día del vigésimoquinto aniversario de su destitución presidencial, cuarenta
días después del deceso de un Frondizi ideológicamente emparentado, durante
mucho tiempo, con Illia[2],
quien, al ser derrocado, espetó al general Julio Alsogaray: “Ustedes no tienen
nada que ver con el Ejército de San Martín y Belgrano. Le han causado mucho mal
a la patria y lo seguirán causando. El país los condenará por esta usurpación…”
Alguien (tal vez ese Dios y Argentina supuestamente veneradas por Onganía)
condenó por usurpación a Onganía. Al menos si consideramos que el asesinato del
ex dictador Pedro Eugenio Aramburu y la destitución de Onganía impidieron al
usurpador de Illia presidir la conmemoración del sesquicentenario del fallecimiento de
Belgrano.
Onganía en su ancianidad
Notas:
[1] Al ser designado presidente de
facto, Levingston revistaba como
agregado militar en la embajada argentina en Washington. Entre sus comitentes
figuraba el general Alejandro Agustín Lanusse, quien lo reemplazaría en la
presidencia el 22 de marzo de 1971. Levingston tiene actualmente 93 años de
edad. Es, junto con Reynaldo Bignone, el único ex dictador argentino aún
viviente. Bignone tiene actualmente 85 años de edad. Enviudó el 13 de marzo de
2013, día de la elección del primer papa argentino, tras seis décadas de
matrimonio, al día siguiente de ser sentenciado a cadena perpetua por crímenes
de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura procesista, de la cual Bignone
fue su último presidente. (N.del a.)
[2] Onganía fue destituido por sus pares
el 8 de junio de 1970 y falleció el 8 de junio de 1995, a la edad de 81 años.
Frondizi abandonó el radicalismo tras su derrocamiento, creando su propio
partido, el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), destinado a una muy
pobre performance en la política argentina. Su alejamiento del radicalismo no le impidió
hacerse acreedor a un reconocimiento simbólico tributado por Raúl Alfonsín a
principios de su presidencia. Falleció el 18 de abril de 1995, a la edad de 86 años. Como Illia y
Onganía, Frondizi murió viudo, situación agravada por el temprano fallecimiento
de su única hija, ocurrido el 19 de agosto de 1976. (N.del a.)
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