El
general José de San Martín, cuyo fallecimiento se
conmemoró anteayer, no parece haber sido particularmente afecto al bullicio.
Así parece afirmarlo Bartolomé Mitre en su conocida versión del célebre encuentro de San Martín
con su par venezolano Simón Bolívar, celebrado en 1822 en la ciudad ecuatoriana
de Guayaquil. Según el relato mitrista, la entrevista
de Guayaquil concluyó con un banquete
con baile ofrecido por Bolívar en honor de San Martín. Mitre pinta a un Bolívar consagrado con juvenil ardor a sus amados
valses, danzados tras la comida por un Bolívar discretamente observado por un
San Martín renuente a sumarse a la danza y acompañado de un Tomás Guido interpelado, frisando la medianoche, por
las siguientes palabras del Libertador argentino: "Vamos, no puedo soportar este bullicio". En ese relato, el
circunspecto San Martín aparece despidiéndose discretamente del jovial Bolívar
y embarcándose hacia Lima en una goleta anclada en las cercanías y destinada al
retorno de San Martín a la capital peruana, donde el Libertador argentino renunciará
como Protector del Perú e iniciará su segundo periodo europeo, consistente en el célebre ostracismo vitalicio voluntario sanmartiniano. Ostracismo interrumpido casi tres decenios
después por la defunción de San Martín en la ciudad francesa de Boulogne-sur-mer, donde San
Martín parece haber encomendado su alma a Dios con los galicismos C’est l’orage qui mene au port , dirigidos a su unigénita Mercedes. Treinta años
después, los restos mortales del Gran Capitán desembarcarán en un puerto
porteño circundado por una tempestad análoga a la tempestad enigmáticamente postulada por el Gran Capitán tres decenios atrás y encarnada en el sangriento conflicto rematado por la
capitalización de la Reina del Plata. Conflicto similar al conflicto anunciador
del largo enfrentamiento entre unitarios y federales e imperante en el Buenos
Aires de 1828, donde San Martín rehusase desembarcar, aclarándole a su antiguo
subordinado Juan Lavalle que el Libertador argentino no podía ser verdugo de sus conciudadanos.
Orden
general dirigida por el general José de San Martín al Ejército de los Andes el
27 de julio de 1819
Cuando
San Martín se radicó en Europa, aún vivía su genial contemporáneo Ludwig van Beethoven, oriundo de una
Alemania conmocionada por la brutal decisión napoleónica de invadir el suelo
alemán y eliminar de un plumazo el milenario Sacro Imperio Romano Germánico,
fundado por un Carlomagno que Napoleón I parecía deseoso de heredar diez siglos
después del deceso del monarca medieval. Mucho había conmovido a Beethoven la
incomprensible decisión de su admirado Napoleón, como lo explica la brusca supresión
de la dedicatoria al Gran Corso estampada en la partitura original de la
tercera sinfonía beethoveniana. Mucho debía haber dolido a Beethoven
que lo obligasen brutalmente a dejar de admirar a ese Napoleón
responsable de la invasión francesa de la España natal de los padres de un San
Martín enfrentado a los frustrados expulsores franceses de un Fernando VII que San
Martín ayudaría a destronar como emperador de Hispanoamérica.
Cuando San Martín se radicó en Europa, Beethoven aún vivía y componía geniales páginas musicales que jamás escucharía un Beethoven acosado por una sordera malamente mitigada con las toscas trompetillas y cuadernos de conversación destinados a los sordos de un tiempo histórico anterior a los audífonos, diávolos, close captions y cirugías de sordera. La sordera impidió a Beethoven escuchar la última de las nueve sinfonías compuestas por un Beethoven brutalmente obligado a dejar de admirar a Napoleón I. La sordera impidió a Goya, tan voluntariamente autodesterrado como San Martín, escuchar las conversaciones mantenidas en su círculo íntimo de un Burdeos paradójicamente perteneciente a una Francia catalogable como responsable directa de la destitución fallida de Fernando VII como rey de España y responsable indirecta de la destitución fructífera de Fernando VII como emperador de Hispanoamérica. Destitución fructífera avalada por un sable sanmartiniano legado por el Libertador argentino a un Juan Manuel de Rosas alabado por San Martín como defensor de la soberanía nacional argentina. Soberanía otrora defendida por un sable sanmartiniano legado a un Rosas paradójicamente obligado a un exilio vitalicio en una Inglaterra responsable de esas infructuosas Invasiones Inglesas repelidas por un Rosas adolescente, responsable de esa ocupación británica de Malvinas reiteradamente deplorada por el embajador rosista en Londres y corresponsable de ese bloqueo naval anglo-francés repelido por una Argentina gobernada por un Rosas maduro. En 1852, Rosas desembarcaba en un Southampton situado a tiro de piedra de Boulogne-sur-mer, donde el Padre de la Patria encomendase su alma al Padre Celestial hacía menos de dos años. Promediando el decenio de 1820, San Martín había regresado a una Europa aún poblada por un Francisco de Goya destinado a morir tan sordo como Beethoven. Por un Francisco de Goya destinado a pasar a la Historia como el genial documentalista pictórico de la invasión francesa de su España natal. Invasión repelida por hombres como San Martín y hombres y mujeres vilmente masacrados por esbirros franco-napoleónicos en esos tremendos fusilamientos tan crudamente inmortalizados por los pinceles de Goya. San Martín volvía a una Europa aún poblada por un Goya destinado a pasar a la Historia como el genial retratista de un Fernando VII exitosamente destituido como emperador de Hispanoamérica por hispanoamericanos como San Martín e infructuosamente destronado como rey de España por europeos como Napoleón I. Por un Napoleón I destinado a morir en una remotísima isla atlántica, como prisionero de esos ingleses tan execrados por el Gran Corso y frustrados como invasores del Buenos Aires de 1806-1807. De un Buenos Aires hollado pocos años después por los pies de San Martín, tras su primer periodo europeo, e infructuosamente incorporado a un incipiente imperio británico por unos súbditos de Su Graciosa Majestad destinados a incorporar a los dominios de su Corona, menos de tres decenios después, al argentinísimo archipiélago malvínico, cuyos británicos usurpadores serían infructuosamente reducidos, en 1982, por quienes usurpasen el poder político argentino en nombre de un San Martín aparatosamente evocado por los peores dictadores de su patria en ocasión del bicentenario del nacimiento del Libertador argentino.
Beethoven en su mesa de trabajo
Francisco Goya.
Fusilamientos del 3 de mayo de 1808 en
Madrid
San
Martín no parece haber sido particularmente afecto al bullicio. Lo cual no ha impedido, desde la generalización de los ya clásicos fines de semana largos argentinos, que los sucesivos aniversarios de su deceso sean conceptuados por muchos
argentinos como excusa para la jarana. Sobre todo si el aniversario del deceso
del Libertador argentino también coincide cronológicamente, como en este año de 2013,
con la clásica celebración del Día del Niño. En tiempos de San Martín no se
celebraba el Día del Niño. Por dicho motivo, el Libertador argentino, fallecido
en agosto de 1850, jamás alegró ningún domingo de agosto de su prole con
regalos del Día del Niño destinados a su unigénita Mercedes
y sus nietas Josefa Dominga y María
Mercedes.
Durante
el fin de semana largo en curso por estos días, he tenido
ocasión de recorrer su ciudad natal en esos subtes porteños actualmente
situados, en el plano temporal, en el año de su centenario, en medio de duras
objeciones a su actual grado de mantenimiento. Abordé uno de esos subtes al anochecer el viernes pasado, junto con un vendedor
ambulante, cuya portación de audífono y bastón blanco denunciaba su condición de
discapacitado audiovisual, que no le impedía intentar ganarse honradamente unos
pesos con sus ventas ambulantes de unos modestos juguetes comercializados con
motivo del inminente Día del Niño. Entre dichos juguetes figuraba un visor con imágenes
de unos Pitufos creados por un Pierre Culliford conocido como "Peyo" y oriundo de una Bélgica
habitada por San Martín durante su segundo periodo europeo, en
cuyo decurso San Martín recibiese la bella noticia de su conversión en el abuelo
materno de la primogénita de su hija y yerno, según consigna su difunto
biógrafo José Ignacio García Hamilton, circunstancialmente tratado por quien
suscribe quince años atrás, como joven estudiante de Historia. Las alegrías de
la abuelidad se vieron empañadas, en el caso de San Martín, por las cataratas
de la vejez, contraídas por el Libertador argentino en una época histórica sin
tratamientos efectivos para una patología oftálmica fácilmente tratable, en la
actualidad, por cirugías practicadas con láser, que permitieron a mi abuelo
paterno expirar a los ochenta y cinco años, hace ya un decenio, con el 90% de
su visión. Las cataratas de la vejez impidieron
que San Martín compartiese las alegrías experimentadas por los franceses,
futuros compatriotas de los hermanos Lumière,
ante esas experimentales linternas mágicas definibles como tatarabuelas de ese
tosco visor de los Pitufos adquirido a su minusválido
vendedor por quien suscribe, convertido el anteaño en el tío materno de un
encantador niño, lógicamente deseoso de agasajar a su sobrino en su segundo Día del Niño,
sin ánimo de malcriarlo, con un simpático juguetillo adquirido en un subte con
una cabecera situada a metros del sepulcro definitivo del Gran Capitán y a
menos de un kilómetro de su empalme con el subte abordado por quien suscribe en el anochecer de anteayer,
aniversario del deceso de un San Martín
aparentemente poco afecto al bullicio. En el anochecer de anteayer, el
fallecimiento de un San Martín presuntamente aficionado a la discreción parecía
ser paradójicamente conmemorado con las generosas cuotas de bullicio abonadas,
junto con las cuotas de regalos del Día del Niño, por la numerosa concurrencia
de un centro comercial visitado anoche por quien suscribe y dos amigos
pertenecientes a una comunidad judía históricamente tan maltratada como los
españoles de principios del siglo XIX por esos esbirros franco-napoleónicos
vituperados por el pincel de Goya y el sable de San Martín.
En mi trayecto subterráneo
del anochecer de anteayer, abordé,
en una estación terminal, un vagón ocupado, entre otras personas, por un homeless de sexo indefinible y
aspecto previsiblemente desaliñado, plácidamente dormido sobre uno de los
asientos de pana de mi convoy.
El plácido sueño del homeless no
se vio en absoluto perturbado por el bullicio imperante en mi convoy e intensificado por un alegre
dúo musical dispuesto a ganarse unos pesos amenizando el viaje del pasaje con el
bullicio proveniente de su tamboril y saxofón.
El desaliñado homeless parecía ignorar que estaba
homenajeando muy aceptablemente a un San Martín mitrista fastidiado por el bullicio bolivariano. En el nuevo aniversario del fallecimiento de San Martín, el desaliñado homeless, ostensiblemente rodeado de bullicio, optaba, con admirable
constancia, por esa discreción particularmente apreciada por el San Martín mitrista. El desaliñado homeless parecía ignorar que estaba homenajeando muy aceptablemente al Padre de una Patria que no es nadie, sino todos, como observase noblemente Jorge Luis Borges en ese sesquicentenario de la independencia argentina innoblemente avasallado por quienes acababan de destituir a un Arturo Illia que acusase valientemente a sus castrenses expulsores de no tener nada que ver con el ejército de San Martín y Belgrano, biografiados por Mitre. Sí, todos somos la Patria. Incluso el desaliñado homeless plácidamente dormido en mi bullicioso
convoy subterráneo del
anochecer de anteayer.
Homeless dormido en subte
porteño (17/08/2013)