sábado, 31 de agosto de 2013

Villanía holandesa


El 31 de julio de 1914, con Francia a punto de ingresar en la Primera Guerra Mundial, el fanático nacionalista francés Raoul Villain asesinó a su compatriota socialista Jean Jaurès, cuya prédica pacifista sonaba a traición a la patria en el exiguo esquema mental del peor nacionalismo. Villain ultimó a Jaurès en la puerta del parisino café Le Croissant, cuya actual marquesina conmemora el asesinato de Jaurès. El 29 de marzo de 1919, tras 56 meses de detención, Villain fue sobreseído por sus jueces, quienes sostuvieron que el éxito del pacifismo jaurèsiano habría impedido la victoria militar francesa en la Primera Guerra Mundial y sentenciaron a la familia de  Jaurès a pagar los costos del proceso. Tras su sobreseimiento, Villain se radicó en España, donde le sorprendió el estallido de la Guerra Civil Española y una cruel ironía del destino lo sentenció a morir ejecutado por los republicanos españoles, quienes le acusaron de ser un espía franquista.
Casi un siglo después del asesinato de  Jaurès, su compatriota y correligionario político François Hollande, actual presidente de Francia, ha decidido secundar la insensata decisión de intervenir militarmente en Siria, tomada por su par estadounidense Barack Obama, cuya condición de estadounidense de color no le ha impedido tomar una decisión digna de decisiones similares tomadas por sus predecesores presidenciales Woodrow Wilson, Franklin D.Roosevelt, Harry S.Truman y Lyndon Johnson al decidir respectivamente el ingreso de los Estados Unidos en las dos guerras mundiales, la Guerra Fría y las guerras de Corea y Vietnam. Wilson, Roosevelt, Truman y Johnson no sólo eran correligionarios políticos de Obama: pertenecían a esa raza blanca de quienes oprimieran durante siglos enteros la vida de estadounidenses de color como Obama, lo cual no impide que el actual mandatario estadounidense adopte ante el conflicto sirio posturas dignas de un miembro del Ku-Klux-Klan. Algo similar puede decirse de Hollande, cuyo presunto socialismo no le impide adoptar ante el conflicto sirio una postura que habría enardecido a Jean Jaurès.
En este caso, la expresión villanía holandesa no pretende vituperar ridículamente a ningún ciudadano holandés, sino proponer dos deliberados juegos de palabras. El primero de dichos juegos de palabras se efectúa en base a la similitud ortográfica existente entre el galicismo vilain (villano) y el apellido del asesino de Jaurès. El segundo se efectúa en base al nombre francés de una Holanda geográficamente cercana a una Francia actualmente presidida por el portador de un apellido coincidente con la denominación francesa de la nación holandesa. Francia actualmente presidida por un presunto heredero político de un Jaurès ultimado por un Villain sobreseído dos meses y medio después del atroz asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, acusados de traición a la patria por oponerse a una Primera Guerra Mundial deplorada en sus inicios por un Jaurès ideológicamente afín a Luxemburgo y Liebknecht. Los jueces de Villain dictaminaron que Jaurès habría contribuido, a la larga, a impedir la victoria militar francesa en la Primera Guerra Mundial. Los asesinos de Luxemburgo y Liebknecht parecían acusar a sus víctimas de haber contribuido a materializar la humillante derrota militar alemana en la Gran Guerra, infructuosamente vengada por Adolf Hitler con la ocupación alemana impuesta a la patria de Jaurès entre 1940 y 1944. Para José Rivera Indarte era acción santa matar a Juan Manuel de Rosas. Para Villain y sus jueces parecía ser acción santa matar a Jean Jaurès, cuyo nombre afrancesaba el primer nombre de un Rosas enfrentado a la invasión anglo-francesa de su patria y paradójicamente convertido, durante veinticinco años, en refugiado político de los ingleses. Tras haber reclamado durante casi veinte años la restitución de las Islas Malvinas, Rosas pasó su último cuarto de siglo en las Islas Británicas, a merced de la caridad de los usurpadores del archipiélago malvínico. 
Croissant es un galicismo internacionalmente utilizado para designar a ese farináceo que los argentinos preferimos denominar medialuna y que inventó algún panadero vienés cuando los austríacos detuvieron el avance militar turco sobre la Viena de 1683. Reducir el emblema religioso islámico a una modesta porción de masa de panadería era una buena forma de simbolizar la reducción del poderío islámico, de celebrar el triunfo cristiano sobre los presuntos infieles musulmanes. Con los años, los croissants han sido incorporados a los desayunos franceses y argentinos. Seguramente, los siguen sirviendo en el parisino café Le Croissant. Puede que Obama y su aliado Hollande se reúnan en los próximos días en París, para acordar detalles sobre la intervención militar franco-estadounidense sobre una Siria otrora situada bajo dominio francocolonial. Hollande es socialista (y, por ende, puede que también sea ateo). Pero Hollande y Obama gobiernan naciones predominantemente cristianas (católica en el caso francés y protestante en el caso estadounidense).  Y ambos están proponiendo una invasión a una Siria caracterizada por la coexistencia entre cristianos y musulmanes. Bueno sería que Obama y Hollande celebraran un desayuno de trabajo en Le Croissant, cuyas medialunas bien pueden alentarlos a tener más presente un noble adagio perteneciente al idioma materno de Obama. El adagio en cuestión reza: Mind your own business (“Ocúpense de sus propios asuntos”). Su recordación le está haciendo buena falta al primer inquilino no blanco de la Casa Blanca. Y también a Hollande, cuya postura ante el conflicto sirio sabe muy poco al pacifismo jaurèsiano y mucho a una villanía holandesa.



El parisino café Le Croissant, con alusiones francófonas al asesinato de Jean Jaurès

jueves, 29 de agosto de 2013

Cambio de hábito

Durante el otoño austral de 1995, poco después de mi vigesimoquinto cumpleaños, participé, como feligrés de una parroquia católica porteña, en una peregrinación a la tumba de Ceferino Namuncurá, albergada en un establecimiento salesiano de Fortín Mercedes, sito en la orilla bonaerense del río Colorado, cerca de Bahía Blanca y del límite geopolítico rionegrino-bonaerense. Mi parroquia había contratado un micro de una empresa especializada, que había tenido la gentileza de proveer a mi contingente de películas para matizar el largo trayecto (cerca de setecientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta). Entre los films proyectados a bordo de mi micro figuraba la comedia cinematográfica estadounidense Cambio de hábito, que ningún feligrés de mi parroquia halló particularmente anticlerical. En dicha película, estrenada en 1992, la actriz afroestadounidense Whoopi  Goldberg personifica a la licenciosa cantante pop Deloris Van Cartier, obligada por una persecución mafiosa a solicitar protección policial y recluirse en el estricto convento californiano de monjas católicas de Saint Katherine, cuya superiora la obligará a vestir hábitos monacales y adoptar el nombre monástico de Mary Clarence. Antigua alumna rebelde de escuela católica, poco afecta al rigor monacal, Deloris/Mary Clarence intentará hacerse más llevadera su involuntaria reclusión conventual aplicando su experiencia lírica a mejorar radicalmente la calidad interpretativa y repertorio musical del alicaído coro del convento. Dirigido por Deloris/Mary Clarence, el coro de Saint Katherine gana rápidamente en popularidad y el papa Juan Pablo II, enterado de la experiencia coral, expresa su deseo de presenciar una actuación del coro de Saint Katherine durante su visita pastoral a los Estados Unidos.

Whoopi Goldberg en Cambio de hábito

Cambiar de hábitos no es tarea fácil cuando se poseen hábitos particularmente arraigados. Pero, progresivamente, se los cambia. Atrás en el tiempo van quedando los curas de largas sotanas negras y los ejércitos de transeúntes enfundados en ambos, cuellos y corbatas. Hoy se estila andar en camisa, remera o musculosa. Los uniformes de escuela privada han desechado los ambos, cuellos y corbatas impiadosamente impuestos a los niños y adolescentes de épocas pretéritas. Al Teatro Colón se va a escuchar buena música, no a emperifollarse. Curiosamente, la Scala porteña se yergue en las inmediaciones de unos Tribunales con instalaciones y derredores frecuentados por abogados empecinados en sus ambos, cuellos y corbatas, otrora considerados como el must de la vestimenta masculina y hoy felizmente relegados al desván de los recuerdos. Por jueces de la Corte Suprema que, por estos días, escuchan gravemente, enfundados en sus anacrónicas vestiduras, los televisados alegatos de las audiencias públicas destinadas a dirimir la viabilidad o inviabilidad de la aplicación de la ley mediática promulgada por hace ya cuatro años la presidenta Cristina Fernández de Kirchner  (tan abogada como los jurídicos habitués de la zona). Por abogados que, sentados ante mesas de café ocupadas por pocillos y expedientes, siguen la televisación de las audiencias en bares con televisores empecinadamente sintonizados en medios audiovisuales seguramente poco apreciados por la Presidenta y mesas obstinadamente ocupadas por medios impresos seguramente poco apreciados por la Jefa de Estado. A esa gente no será tan fácil hacerla cambiar de hábitos. No será fácil hacer cambiar de hábitos a esos abogados empecinados en sus ropajes anacrónicos. Ni mucho menos a los millones de argentinos que, durante los últimos veinte años, se han acostumbrado a concebir la tarea de informarse con el consumo de los productos impresos y audiovisuales de poderosos grupos multimediáticos. Pero, guste o no, en algo habrán de ceder en aras de una Argentina mejor para ellos y sus descendientes. Los cambios de hábitos suelen ser beneficiosos para todos.

jueves, 22 de agosto de 2013

DCR

En las PASO del año en curso, celebradas días atrás, oficié de suplente de una mesa electoral presidida por mí en los comicios nacionales de 2011, radicada en un Puerto Madero habitado por quien suscribe y sus padres desde mayo de 2001, cercana a la mesa receptora de los votos emitidos desde 2011 por el vicepresidente Amado Boudou y afectada al padrón integrado por presuntas celebridades domiciliadas en mi complejo (como el Bambino Veira y una sobrina de un Fernando de la Rúa ingenuamente votado por mí en las elecciones nacionales de 1991-1992 y 1999). En las PASO del año en curso, Juan Carlos Blumberg,  hombre tan desafortunado a nivel familiar como político, presenciaba silenciosamente, en mi cuarto oscuro, el escrutinio de mi mesa, como veedor y precandidato de su insignificante partido, cuya lista de precandidatos fue la más fácil de escrutar en mi mesa, donde los blumbergistas habían obtenido un solo voto. La soledad del único voto blumbergista de mi mesa de las PASO de 2013 contrastaba con infinito patetismo con las ciento cincuenta mil velas aparentemente posadas sobre mi trigésimo cuarta torta de cumpleaños, cortada el 1° de abril de 2004, cuando ciento cincuenta mil almas portadoras de velas abarrotaron las calles porteñas para acompañar a un Blumberg devastado por la trágica muerte de su hijo Axel a presentar un petitorio dirigido al Congreso Nacional y promotor del endurecimiento de penas carcelarias, de una edad de imputabilidad más temprana y del juicio por jurados. La soledad del único voto blumbergista de mi mesa de las PASO de 2013 contrastaba con infinito patetismo con las 5.125.000 firmas  estampadas al pie del petitorio presentado por Blumberg y sus ciento cincuenta mil seguidores de aquella noche de abril de 2004. Nueve años después, solo de toda soledad, Blumberg contemplaba impertérrito el escrutinio de mi mesa.  
 Al escrutar los 232 votos emitidos en nuestra mesa, descubrí, junto con mi presidente y fiscales, que no nos resultaría particularmente difícil contabilizar el solitario voto blumbergista, los 108 votos macristas y 25 votos kirchneristas de mi mesa. Las boletas macristas, las más numerosas de mi urna, sólo ostentaban cinco cortes de boleta. Las papeletas kirchneristas no presentaban ningún corte de boleta. Las papeletas macristas y kirchneristas no parecían, por ende, difíciles de contabilizar, aunque no podía decirse lo mismo de los numerosos sufragios otorgados en mi mesa a las cuatro listas de precandidatos de UNEN, debido a su número de listas y los numerosos cortes de boleta ostentados por sus papeletas de votación y particularmente perceptibles en la lista encabezada por Elisa Lilita Carrió y Fernando Pino Solanas y paradójicamente destinada a devenir en la lista de precandidatos más votada por el electorado porteño afectado a las PASO del año en curso. Sólo una lista de UNEN no presentaba ningún corte de boleta: la lista encabezada por Leandro Hipólito Illia, hijo del difunto ex presidente Arturo Illia, que, además de no haber obtenido ningún corte de boleta, sólo había obtenido cuatro votos, no mucho menos solitarios que el único voto blumbergista de mi mesa, probablemente emitidos por un cuarteto de votantes mayores de 70 años, en nostálgico homenaje al padre del precandidato de UNEN, víctima ilustre de la harto evitable excrecencia golpista argentina del siglo XX.   
En el escrutinio de mi mesa de las PASO de 2013, UNEN parecía presentarse como tataranieta del radicalismo alemnista del decenio de 1890, fundador de la Unión Cívica Radical (UCR). Como es sabido, la Unión Cívica Radical surgió paradójicamente de un acto de desunión cívica radicalizada, materializado en 1891 con la decisión de Leandro N.Alem y otros miembros de la Unión Cívica Nacional (UCN) de alejarse de la UCN, responsable de una Revolución del Parque desembocada en la dimisión del cuestionado presidente conservador Miguel Ángel Juárez Celman. Alem y los alemnistas acusaban a la UCN de haber traicionado las banderas de la Revolución del Parque con el acuerdo electoral suscrito, con miras a las elecciones presidenciales de 1892, entre los ex presidentes Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca, este último concuñado y predecesor presidencial de Juárez Celman. Durante su larguísima y accidentadísima trayectoria histórica, la UCR, supuestamente definible como una radicalización de la unión cívica, perfilaría reiteradamente, en los hechos, como una radicalización de la desunión cívica, como parecieron demostrarlo sus sucesivos enfrentamientos internos: concurrencistas vs.abstencionistas, personalistas vs.antipersonalistas, balbinistas vs.frondizistas… Ni qué decir de la harto patética Alianza, ignominiosamente naufragada tras un cuatrienio de azarosísima navegación por las harto turbulentas aguas del Mar Argentino neoliberal.
Esa Desunión Cívica Radical (DCR) parecía contemplarme desde el complejo escrutinio de las numerosas boletas de UNEN aparecidas en la urna de mi  mesa de las PASO de 2013. Llegué a sentirme un completo imbécil cuando, como un niño cantor de la Lotería Nacional, debí aclarar, caso por caso, a los fiscales que contabilizaban los votos en una gran pizarra de tiza, quién había votado por los precandidatos a diputado de UNEN y quién por sus precandidatos a senador. Así hasta agotar las cuatro listas de UNEN, que poco honor hacía a su noble nombre con semejante dispersión.

 El radicalismo fracturado, una constante en la vida de un partido surgido de una escisión. Portada del libro  De la boina blanca al sushi. Análisis del Partido Radical, de Pablo Regnier (Buenos Aires, Distal, 2006)


       

lunes, 19 de agosto de 2013

Bullicio

El general José de San Martín, cuyo fallecimiento se conmemoró anteayer, no parece haber sido particularmente afecto al bullicio. Así parece afirmarlo Bartolomé Mitre en su conocida versión del célebre encuentro de San Martín con su par venezolano Simón Bolívar, celebrado en 1822 en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil. Según el relato mitrista, la entrevista de Guayaquil  concluyó con un banquete con baile ofrecido por Bolívar en honor de San Martín. Mitre pinta a un Bolívar consagrado con juvenil ardor a sus amados valses, danzados tras la comida por un Bolívar discretamente observado por un San Martín renuente a sumarse a la danza y acompañado de un Tomás Guido interpelado, frisando la medianoche,  por las siguientes palabras del Libertador argentino: "Vamos, no puedo soportar este bullicio". En ese relato, el circunspecto San Martín aparece despidiéndose discretamente del jovial Bolívar y embarcándose hacia Lima en una goleta anclada en las cercanías y destinada al retorno de San Martín a la capital peruana, donde el Libertador argentino renunciará como Protector del Perú e iniciará su segundo periodo europeo, consistente en el célebre ostracismo vitalicio voluntario sanmartiniano. Ostracismo interrumpido casi tres decenios después por la defunción de San Martín en la ciudad francesa de Boulogne-sur-mer, donde San Martín parece haber encomendado su alma a Dios con los galicismos C’est l’o­ra­ge qui me­ne au port [1], dirigidos a su unigénita Mercedes. Treinta años después, los restos mortales del Gran Capitán desembarcarán en un puerto porteño circundado por una tempestad análoga a la tempestad enigmáticamente postulada por el Gran Capitán tres decenios atrás y encarnada en  el sangriento conflicto rematado por la capitalización de la Reina del Plata. Conflicto similar al conflicto anunciador del largo enfrentamiento entre unitarios y federales e imperante en el Buenos Aires de 1828, donde San Martín rehusase desembarcar, aclarándole a su antiguo subordinado Juan Lavalle que el Libertador argentino no podía ser verdugo de sus conciudadanos.
        

Orden general dirigida por el general José de San Martín al Ejército de los Andes el 27 de julio de 1819

Cuando San Martín se radicó en Europa, aún vivía su genial contemporáneo   Ludwig van Beethoven, oriundo de una Alemania conmocionada por la brutal decisión napoleónica de invadir el suelo alemán y eliminar de un plumazo el milenario Sacro Imperio Romano Germánico, fundado por un Carlomagno que Napoleón I parecía deseoso de heredar diez siglos después del deceso del monarca medieval. Mucho había conmovido a Beethoven la incomprensible decisión de su admirado Napoleón, como lo explica la brusca supresión de la dedicatoria al Gran Corso estampada en la partitura original de la tercera sinfonía beethoveniana. Mucho debía haber dolido a Beethoven que lo obligasen brutalmente a dejar de admirar a ese Napoleón responsable de la invasión francesa de la España natal de los padres de un San Martín enfrentado a los frustrados expulsores franceses de un Fernando VII que San Martín ayudaría a destronar como emperador de Hispanoamérica.
Cuando San Martín se radicó en Europa, Beethoven aún vivía y componía geniales páginas musicales que jamás escucharía un Beethoven acosado por una sordera malamente mitigada con las toscas trompetillas y cuadernos de conversación destinados a los sordos de un tiempo histórico anterior a los audífonos, diávolos, close captions y cirugías de sordera. La sordera impidió a Beethoven escuchar la última de las nueve sinfonías compuestas por un Beethoven brutalmente obligado a dejar de admirar a Napoleón I. La sordera impidió a Goya, tan voluntariamente autodesterrado como San Martín,  escuchar las conversaciones mantenidas en su círculo íntimo de un Burdeos paradójicamente perteneciente a una Francia catalogable como responsable directa de la destitución  fallida de Fernando VII como rey de España y responsable indirecta de la destitución fructífera de Fernando VII como emperador de Hispanoamérica. Destitución fructífera avalada por un sable sanmartiniano legado por el Libertador argentino a un Juan Manuel de Rosas alabado por San Martín como defensor de la soberanía nacional argentina. Soberanía otrora defendida por un sable  sanmartiniano legado a un Rosas paradójicamente obligado a un exilio vitalicio en una Inglaterra responsable de esas infructuosas Invasiones Inglesas repelidas por un Rosas adolescente, responsable de esa ocupación británica de Malvinas reiteradamente deplorada por el embajador rosista en Londres y corresponsable de ese bloqueo naval anglo-francés repelido por una Argentina gobernada por un Rosas maduro. En 1852, Rosas desembarcaba en un Southampton situado a tiro de piedra de Boulogne-sur-mer, donde el Padre de la Patria encomendase su alma al Padre Celestial hacía menos de dos años. Promediando el decenio de 1820, San Martín había regresado a una Europa aún poblada por un Francisco de Goya destinado a morir tan sordo como Beethoven. Por un Francisco de Goya destinado a pasar a la Historia como el genial documentalista pictórico de la invasión francesa de su España natal. Invasión repelida por hombres como San Martín y hombres y mujeres vilmente masacrados por esbirros franco-napoleónicos en esos tremendos fusilamientos tan crudamente inmortalizados por los pinceles de Goya. San Martín volvía a una Europa aún poblada por un Goya destinado a pasar a la Historia como el genial retratista de un Fernando VII exitosamente destituido como emperador de Hispanoamérica por hispanoamericanos como San Martín e infructuosamente destronado como rey de España por europeos como Napoleón I. Por un Napoleón I destinado a morir en una remotísima isla atlántica, como prisionero de esos ingleses tan execrados por el Gran Corso y frustrados como invasores del Buenos Aires de 1806-1807. De un Buenos Aires hollado pocos años después por los pies de San Martín, tras su primer periodo europeo, e infructuosamente incorporado a un incipiente imperio británico por unos súbditos de Su Graciosa Majestad destinados a incorporar a los dominios de su Corona, menos de tres decenios después, al argentinísimo archipiélago malvínico, cuyos británicos usurpadores serían infructuosamente reducidos, en 1982, por quienes usurpasen el poder político argentino en nombre de un San Martín aparatosamente evocado por los peores dictadores de su patria en ocasión del bicentenario del nacimiento del Libertador argentino.        


Beethoven en su mesa de trabajo


Francisco Goya. Fusilamientos del 3 de mayo de 1808 en Madrid
San Martín no parece haber sido particularmente afecto al bullicio. Lo cual no ha impedido, desde la generalización de los ya clásicos fines de semana largos argentinos, que los sucesivos aniversarios de su deceso sean conceptuados por muchos argentinos como excusa para la jarana. Sobre todo si el aniversario del deceso del Libertador argentino también coincide cronológicamente, como en este año de 2013, con la clásica celebración del Día del Niño. En tiempos de San Martín no se celebraba el Día del Niño. Por dicho motivo, el Libertador argentino, fallecido en agosto de 1850, jamás alegró ningún domingo de agosto de su prole con regalos del Día del Niño destinados a su unigénita Mercedes y sus nietas  Josefa Dominga y María Mercedes.
Durante el fin de semana largo en curso por estos días, he tenido ocasión de recorrer su ciudad natal en esos subtes porteños actualmente situados, en el plano temporal, en el año de su centenario, en medio de duras objeciones a su actual grado de mantenimiento. Abordé uno de esos subtes al anochecer el viernes pasado, junto con un vendedor ambulante, cuya portación de audífono y bastón blanco denunciaba su condición de discapacitado audiovisual, que no le impedía intentar ganarse honradamente unos pesos con sus ventas ambulantes de unos modestos juguetes comercializados con motivo del inminente Día del Niño. Entre dichos juguetes figuraba un visor con imágenes de unos Pitufos creados por un Pierre Culliford conocido como "Peyo" y oriundo de una Bélgica habitada por San Martín durante su segundo periodo europeo, en cuyo decurso San Martín recibiese la bella noticia de su conversión en el abuelo materno de la primogénita de su hija y yerno, según consigna su difunto biógrafo José Ignacio García Hamilton, circunstancialmente tratado por quien suscribe quince años atrás, como joven estudiante de Historia. Las alegrías de la abuelidad se vieron empañadas, en el caso de San Martín, por las cataratas de la vejez, contraídas por el Libertador argentino en una época histórica sin tratamientos efectivos para una patología oftálmica fácilmente tratable, en la actualidad, por cirugías practicadas con láser, que permitieron a mi abuelo paterno expirar a los ochenta y cinco años, hace ya un decenio, con el 90% de su visión.  Las cataratas de la vejez impidieron que San Martín compartiese las alegrías experimentadas por los franceses, futuros compatriotas de los hermanos  Lumière, ante esas experimentales linternas mágicas definibles como tatarabuelas de ese tosco visor de los Pitufos adquirido a su minusválido vendedor por quien suscribe, convertido el anteaño en el tío materno de un encantador niño, lógicamente deseoso de agasajar a su sobrino en su segundo Día del Niño, sin ánimo de malcriarlo, con un simpático juguetillo adquirido en un subte con una cabecera situada a metros del sepulcro definitivo del Gran Capitán y a menos de un kilómetro de su empalme con el subte abordado por  quien suscribe en el anochecer de anteayer, aniversario del deceso de un San Martín  aparentemente poco afecto al bullicio. En el anochecer de anteayer, el fallecimiento de un San Martín presuntamente aficionado a la discreción parecía ser paradójicamente conmemorado con las generosas cuotas de bullicio abonadas, junto con las cuotas de regalos del Día del Niño, por la numerosa concurrencia de un centro comercial visitado anoche por quien suscribe y dos amigos pertenecientes a una comunidad judía históricamente tan maltratada como los españoles de principios del siglo XIX por esos esbirros franco-napoleónicos vituperados por el pincel de Goya y el sable de San Martín.
En mi trayecto subterráneo del anochecer de anteayer, abordé, en una estación terminal, un vagón ocupado, entre otras personas, por un homeless de sexo indefinible y aspecto previsiblemente desaliñado, plácidamente dormido sobre uno de los asientos de pana de mi convoy. El plácido sueño del homeless no se vio en absoluto perturbado por el bullicio imperante en mi convoy e intensificado por un alegre dúo musical dispuesto a ganarse unos pesos amenizando el viaje del pasaje con el bullicio proveniente de su tamboril y saxofón.
El desaliñado homeless parecía ignorar que estaba homenajeando muy aceptablemente a un San Martín mitrista fastidiado por el bullicio bolivariano. En el nuevo aniversario del fallecimiento de San Martín,  el desaliñado homeless, ostensiblemente rodeado de bullicio, optaba, con admirable constancia, por esa discreción particularmente apreciada por el San Martín mitrista. El desaliñado homeless parecía ignorar que estaba homenajeando muy aceptablemente al Padre de una Patria que no es nadie, sino todos, como observase noblemente Jorge Luis Borges en ese sesquicentenario de la independencia argentina innoblemente avasallado por quienes acababan de destituir a un Arturo Illia que acusase valientemente a sus castrenses expulsores de no tener nada que ver con el ejército de San Martín y Belgrano, biografiados por Mitre. Sí, todos somos la Patria. Incluso el desaliñado homeless plácidamente dormido en mi bullicioso convoy subterráneo del anochecer de anteayer.

Homeless dormido en subte porteño (17/08/2013)



[1] “Es la tempestad que lleva al puerto”. (N.del a.)

martes, 6 de agosto de 2013

Protección divina

"Invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia", reza el preámbulo constitucional argentino de 1853. En las culturas paganas y no paganas, la casta sacerdotal ha constituido, durante milenios, la principal invocadora de la protección divina. En estas vísperas electorales argentinas, al menos dos componentes visuales han reflejado el poder sacerdotal de invocación de protección divina. En uno de dichos componentes, consistente en una foto de campaña electoral previsiblemente deplorada por el antikirchnerismo, el papa Francisco departe amistosamente con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el precandidato kirchnerista Martín Insaurralde, durante las recientes y muy concurridas Jornadas Mundiales de la Juventud Católica en Río de Janeiro. La voluminosa y colorida kipá del rabino Sergio Bergman, infaltablemente calada sobre la testa del precandidato macrista, constituye otro componente visual frecuentemente detectable en las vísperas electorales argentinas del año en curso. Bergman utiliza su llamativa kipá hasta para reemplazar el casco de ciclista que los ciclistas más prudentes emplearían para bordear en sus bicicletas las flamantes plataformas del Metrobus de la porteña Avenida 9 de Julio, recientemente inauguradas por el macrismo y bordeadas en bicicleta por rabí Bergman en una encantadora fotografía difundida días atrás.


Francisco, Cristina e Insaurralde en un afiche electoral kirchnerista de 2013


      


      
Rabí Bergman en bicicleta

La cultura judeocristiana, marcadamente predominante en el caso argentino, no reconoce la indivisibilidad islámica entre los poderes políticos y religiosos, cuya supresión en la Turquía kemalista tanto ofuscara a los musulmanes ortodoxos. Por eso no debe llevarse allende el plano simbólico la presencia política de rabí Bergman, ni la aparición del papa Francisco, amigo de rabí Bergman, en un afiche electoral kirchnerista. Pero tampoco debe subestimarse el peso del componente simbólico. El papa Francisco y el rabino Bergman pertenecen a la principal casta de invocadores humanos de protección divina. Lo cual les confiere un status de liderazgo espiritual que ni siquiera pueden invalidarse desde las máximas instancias del poder temporal. Al verlo enfrentado con la Iglesia Católica, en la Argentina de 1954-1955, el muy católico dictador español Francisco Franco habría aconsejado, allende los mares, a su futuro asilado Juan Domingo Perón: "Juan Domingo, tenga paciencia, procure llegar a un acuerdo, piense que la Iglesia es eterna y nuestros regímenes son pasajeros". No debe subestimarse a quienes poseen potestades de invocación divina. Y menos a quienes las poseen en la máxima proporción destinable al ser humano.