martes, 16 de julio de 2013

La austeridad del papa Francisco


Días atrás, en un programa televisivo, el humorista “Campi” imitó paródicamente al papa Francisco con una modesta cruz de madera colgada al cuello y un burdo anillo papal confeccionado con una bolsa de supermercado. El paródico imitador del Santo Padre pretendía parodiar la ya célebre austeridad del papa Francisco, como olvidando que la austeridad del papa Bergoglio reintroduce saludablemente la austeridad entre los hombres públicos de la Argentina, entre quienes se destacó la austeridad de José de San Martín, Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen, Alfredo Palacios, Lisandro de la Torre, Amadeo Sabattini, Ricardo Balbín, Arturo Illia... Austeridad que parecía haberse convertido en cosa del pasado argentino y hoy recupera actualidad, gracias a Francisco, en una Argentina posneoliberal aparentemente refractaria a desprenderse de los falsos buenos hábitos del segundo neoliberalismo argentino, que sentase sus reales en la Argentina de 1989-2001. En una Argentina aparentemente decidida a rebajar a mero masoquismo la renuncia al consumo suntuario. En una Argentina inventora de un colectivo naturalmente abordado por el actual pontífice durante su gestión arzobispal y obligado a compartir, con la ridícula suntuosidad del automóvil de lujo,  esas calles porteñas hasta hace poco transitadas por Francisco como ese ciudadano común de la democracia postulado por el nunca bien ponderado Jorge Luis Borges. Ese Francisco renuente a reemplazar el sencillo autobús cardenalicio vaticano, su sencilla cruz obispal de plata y sus modestos mocasines negros por la limusina pontificia, la cruz papal  de oro y los patéticos zapatos rojos obstinadamente calzados por el papa emérito Benedicto XVI durante su desabrido pontificado.
Es muy probable que el papa Francisco ría de buena gana al verse parodiado por “Campi”. El actual pontífice no parece carecer en absoluto del sentido del humor. Pero la austeridad del papa Francisco es más digna de ser imitada que parodiada.
  

Campi” imita al Papa Francisco (11.07.2013)

miércoles, 3 de julio de 2013

Vox Dei, vox populi

En mi breve estancia madrileña de marzo de 1989, cayó en mis manos una moneda española de 1957, con la efigie del Generalísimo Francisco Franco rodeada de la leyenda “Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Evidentemente, Franco, ferviente católico preconciliar, no se andaba con chiquitas. Hasta se permitió alterar el orden sucesorio de la rama española de la dinastía borbónica, descendiente de un Carlos IV y Fernando VII desplazados por un Napoleón I que, al ceñir la corona imperial francesa, en 1804, se había permitido decir “Dios me la dona, guay de quien la toque”, como emulando a Luis XIV, otro controversial monarca francés, responsable del advenimiento de la rama hispana de la dinastía borbónica. Dicha invocación divina no impediría que Napoleón I desterrase al papa Pío VII (presente en la coronación de Napoleón I) y se divorciase de Josefina Beauharnais para concebir un frustrado Napoleón II con la princesa imperial austríaca María Luisa de Habsburgo, sobrina de una María Antonieta guillotinada por una Revolución Francesa supuestamente continuada por Napoleón I. Pero, a su peculiar modo, Napoleón I había terminado mostrándose justo. Fracasada su usurpación del trono español, con José Bonaparte como titular provisional de la corona hispano-indiana, el Gran Corso había restituido el trono ibérico a su legítimo propietario. No fue así el caso de Franco, quien negó arbitrariamente el derecho del príncipe Juan de Borbón a suceder legítimamente en el trono español a su padre Alfonso XIII, quien había indicado a su representante personal que apadrinase el casamiento de Franco, celebrado antes del desplazamiento de Alfonso XIII por una Segunda República Española tan frustrada como la entronización de don Juan. Al morir Franco, Juan Carlos, nieto de Alfonso XIII, ciñó una  corona destinada en primer término a su progenitor, quien, en 1977, abdicaría formalmente sus derechos sobre el trono en beneficio de su hijo. Franco había ganado post-mortem su apuesta contra  la coronación de don Juan, aunque, pocos años después, Juan Carlos I advertiría con firmeza que el coronel Tejero no consumaría, sobre el actual monarca español, la humillación impuesta por el general Primo de Rivera al Alfonso XIII de 1923.
 
Monedas españolas franquistas (1957)
No sería raro descubrir que al muy católico Franco le haya incomodado, si alguna vez la vio, la zarzuela La corte del faraón, inspirada en la vida de oprobio sobrellevada por el pueblo judío en Egipto antes del Éxodo y contenedora de una mofa de los gobernantes por derecho divino. De ser así, no sería inverosímil la historia narrada por el cineasta José Luis García Sánchez en su película La corte del faraón, estrenada en 1985, ambientada en la pacata España franquista del decenio de 1950 y relativa a las peripecias atravesadas por un grupo artístico detenido en una comisaría y acusado de atentar contra la moral y buenas costumbres con su representación de la citada zarzuela. Durante tres milenios, el Egipto evocado en la zarzuela La corte del faraón estuvo regida por faraones concebidos como hijos de Amón-Ra, el principal dios egipcio, y, por ende, acreedores a la categoría de gobernantes por derecho divino atribuida a Franco en las monedas españolas acuñadas durante su larga dictadura. Sacrílego era, por ende, que un español se mofase de un Caudillo hispánico dotado de potestades recibidas del Creador.
En su biografía de Hipólito Yrigoyen, literariamente encomiable e historiográficamente discutible, Manuel Gálvez refiere cómo, en octubre de 1931, un periodista italiano entrevistó, para el matutino porteño La Nación, al cuasi-octogenario ex presidente Hipólito Yrigoyen en su presidio de Martín García, habiendo transcurrido poco más de un año desde su derrocamiento por un José Félix Uriburu paradójicamente aliado al Yrigoyen de 1890 en la Revolución del Parque. Gálvez atribuye una cierta parcialidad al itálico entrevistador, quien habría acusado a Yrigoyen de estar doblemente desterrado “de la actuación cívica” y “de la realidad de nuestro mundo contemporáneo, como si  Martín García se encontrara a una distancia astronómica de Buenos Aires, y  como si muchas dinastías de Faraones hubiesen actuado desde el 6 de Setiembre de 1930 hasta hoy”[1]. Probable exageración del itálico entrevistador del ex presidente, de cuya defunción se cumplen hoy ochenta años, posiblemente potenciada por la conservadora línea ideológica del diario de los Mitre y la comprensible ignorancia de la historia argentina atribuible a un europeo. La Argentina no ha albergado, como Egipto, las treinta y tres dinastías faraónicas impuestas al país norteafricano durante tres mil largos años, hasta la incorporación de Egipto al dominio imperial romano. Pero sí albergó, durante medio siglo, gobernantes golpistas proclives a autodefinirse, a su modo, como inobjetables gobernantes por derecho divino, que, como en la película de García Sánchez, no titubeaban en arrestar, torturar o ejecutar a quienes osaran cuestionar sacrílegamente el autoatribuido carácter sacrosanto de nuestras dictaduras.
Mientras redacto estas líneas, la tierra de los faraones se ve atravesada por el derrocamiento del presidente Mohamed Morsi, cuyo carácter de mandatario democráticamente electo no parece ser motivo suficiente para respetar su investidura presidencial. ¿Desean los egipcios volver a los gobernantes por derecho divino de su historia antigua? ¿Olvidan, como ya se decía en la Europa medieval, con esas u otras palabras, que la voz de Dios es la voz del pueblo y no la voz de sus opresores?   



[1] Cf.GÁLVEZ, Manuel. Vida de Hipólito Yrigoyen, el hombre del misterio. Buenos Aires, Círculo de Lectores, 1975, pp.434-435. (N.del a.)

lunes, 1 de julio de 2013

El inagotable legado de Juan Domingo Perón

En 1979, yo tenía nueve años y vivía con mis padres y mi hermana de siete años en un caserón boquense. Mi madre me envió una mañana a comprar el pan en una panadería cercana. Al llegar a la esquina, un señor mayor me señaló un fragmento de diario caído en un charco de pútrida agua cloacal, diciéndome: "Aquí dice que se murió Perón". El anciano caballero puede haber sido uno de los numerosos ancianos boquenses atendidos por mi madre en su calidad de médica de PAMI, revistada por mi progenitora durante 27 años. Mi memoria no me es fiel en ese respecto. Como tampoco debía serlo la de aquel anciano caballero, que parecía olvidar que Juan Domingo Perón había muerto hacía cinco años (el 1º de julio de 1974, hace hoy 39 años). (Veintitrés años después, mi abuela Elena caería en las garras de un irreversible Alzheimer en el susodicho caserón).
Nada sabía yo de Perones y Alzheimers a mis nueve años. La política era un semitabú en aquellos crueles años procesistas. Lo sería hasta la derrota argentina en la guerra de Malvinas, cuando la premier británica Margaret Thatcher tuvo la feliz ocurrencia de devenir en la madre espiritual de la actual democracia argentina, destinada a celebrar su milagroso treintanario en este año de 2013. Raúl Alfonsín, el libro de Manuel Gálvez sobre Hipólito Yrigoyen (aberración historiográfica magníficamente redactada) y la biografía de Perón escrita por Joseph A.Page se encargarían, entre 1982 y 1985, de empezar a desasnarme en materia histórico-política. Pero aún no era el tiempo. Todo llega en esta vida.
El brillante literato antiperonista Jorge Luis Borges dijo, en uno de sus magistrales sonetos, juzgar a Buenos Aires tan eterna como el agua y el aire. Perón se extinguió físicamente en 1974. Pero, recordando la inmortalidad del alma predicada por Sócrates antes de beber su cicuta, su legado pinta inagotable. Tal vez por eso aquel anciano caballero manifestase extrañeza al suponer que Perón había muerto, según expresaba, al parecer, aquel pedazo de papel prensa lentamente descompuesto en el agua cloacal boquense.