En
mi breve estancia madrileña de marzo de 1989, cayó en mis manos una moneda
española de 1957, con la efigie del Generalísimo Francisco Franco rodeada de la
leyenda “Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Evidentemente,
Franco, ferviente católico preconciliar, no se andaba con chiquitas. Hasta se
permitió alterar el orden sucesorio de la rama española de la dinastía
borbónica, descendiente de un Carlos IV y Fernando VII desplazados por un Napoleón
I que, al ceñir la corona imperial francesa, en 1804, se había permitido decir “Dios
me la dona, guay de quien la toque”, como emulando a Luis XIV, otro
controversial monarca francés, responsable del advenimiento de la rama hispana
de la dinastía borbónica. Dicha invocación divina no impediría que Napoleón I desterrase
al papa Pío VII (presente en la coronación de Napoleón I) y se divorciase de
Josefina Beauharnais para concebir un frustrado Napoleón II con la princesa
imperial austríaca María Luisa de Habsburgo, sobrina de una María Antonieta
guillotinada por una Revolución Francesa supuestamente continuada por Napoleón
I. Pero, a su peculiar modo, Napoleón I había terminado mostrándose justo. Fracasada
su usurpación del trono español, con José Bonaparte como titular provisional de
la corona hispano-indiana, el Gran Corso había restituido el trono ibérico a su
legítimo propietario. No fue así el caso de Franco, quien negó arbitrariamente
el derecho del príncipe Juan de Borbón a suceder legítimamente en el trono
español a su padre Alfonso XIII, quien había indicado a su representante
personal que apadrinase el casamiento de Franco, celebrado antes del
desplazamiento de Alfonso XIII por una Segunda República Española tan frustrada
como la entronización de don Juan. Al morir Franco, Juan Carlos, nieto de Alfonso
XIII, ciñó una corona destinada en
primer término a su progenitor, quien, en 1977, abdicaría formalmente sus
derechos sobre el trono en beneficio de su hijo. Franco había ganado post-mortem
su apuesta contra la coronación de don Juan,
aunque, pocos años después, Juan Carlos I advertiría con firmeza que el coronel
Tejero no consumaría, sobre el actual monarca español, la humillación impuesta
por el general Primo de Rivera al Alfonso XIII de 1923.
Monedas
españolas franquistas (1957)
No
sería raro descubrir que al muy católico Franco le haya incomodado, si alguna
vez la vio, la zarzuela La corte del faraón, inspirada en la
vida de oprobio sobrellevada por el pueblo judío en Egipto antes del Éxodo y
contenedora de una mofa de los gobernantes por derecho divino. De ser así, no
sería inverosímil la historia narrada por el cineasta José Luis García Sánchez en su película La
corte del faraón, estrenada en 1985, ambientada en la pacata España franquista
del decenio de 1950 y relativa a las peripecias atravesadas por un grupo
artístico detenido en una comisaría y acusado de atentar contra la moral y
buenas costumbres con su representación de la citada zarzuela. Durante tres
milenios, el Egipto evocado en la zarzuela La corte del faraón estuvo regida
por faraones concebidos como hijos de Amón-Ra, el principal dios egipcio, y,
por ende, acreedores a la categoría de gobernantes por derecho divino atribuida
a Franco en las monedas españolas acuñadas durante su larga dictadura. Sacrílego
era, por ende, que un español se mofase de un Caudillo hispánico dotado de potestades
recibidas del Creador.
En
su biografía de Hipólito Yrigoyen, literariamente encomiable e
historiográficamente discutible, Manuel Gálvez refiere cómo, en octubre de
1931, un periodista italiano entrevistó, para el matutino porteño La
Nación, al cuasi-octogenario ex presidente Hipólito Yrigoyen en su
presidio de Martín García, habiendo transcurrido poco más de un año desde su
derrocamiento por un José Félix Uriburu paradójicamente aliado al Yrigoyen de
1890 en la Revolución del Parque. Gálvez atribuye una cierta parcialidad al itálico
entrevistador, quien habría acusado a Yrigoyen de estar doblemente desterrado “de
la actuación cívica” y “de la realidad de nuestro mundo contemporáneo, como si Martín García se encontrara a una distancia astronómica
de Buenos Aires, y como si muchas
dinastías de Faraones hubiesen actuado desde el 6 de Setiembre de 1930 hasta
hoy”.
Probable exageración del itálico entrevistador del ex presidente, de cuya
defunción se cumplen hoy ochenta años, posiblemente potenciada por la
conservadora línea ideológica del diario de los Mitre y la comprensible
ignorancia de la historia argentina atribuible a un europeo. La Argentina no ha
albergado, como Egipto, las treinta y tres dinastías faraónicas impuestas al
país norteafricano durante tres mil largos años, hasta la incorporación de Egipto
al dominio imperial romano. Pero sí albergó, durante medio siglo, gobernantes
golpistas proclives a autodefinirse, a su modo, como inobjetables gobernantes
por derecho divino, que, como en la película de García Sánchez, no titubeaban en arrestar, torturar o
ejecutar a quienes osaran cuestionar sacrílegamente el autoatribuido carácter
sacrosanto de nuestras dictaduras.
Mientras redacto estas líneas, la tierra de los
faraones se ve atravesada por el derrocamiento del presidente Mohamed Morsi, cuyo carácter de
mandatario democráticamente electo no parece ser motivo suficiente para respetar su investidura
presidencial. ¿Desean los egipcios volver a los gobernantes por
derecho divino de su historia antigua? ¿Olvidan, como ya se decía en la Europa
medieval, con esas u otras palabras, que la voz de Dios es la voz del pueblo y
no la voz de sus opresores?
Cf.GÁLVEZ, Manuel. Vida
de Hipólito Yrigoyen, el hombre del misterio. Buenos Aires, Círculo
de Lectores, 1975, pp.434-435. (N.del a.)