domingo, 26 de mayo de 2013

Martín García, la película

Días atrás, un joven estudiante universitario bonaerense, conectado a Internet mediante su ordenador portátil, preguntó a qué provincia argentina pertenecía Martín García. Le expliqué cortésmente que Martín García era una isla rioplatense bonaerense, situada en el límite fluvial argentino-uruguayo, a tres horas de navegación del puerto bonaerense de Tigre. También le expliqué que Juan Díaz de Solís había sido el primer hombre blanco en avistar esa isla, poblada en tiempos prehispánicos por indios charrúas y visitada por mí en 2001. Le expliqué, asimismo, que Solís había bautizado la isla en honor de su despensero, fallecido a la altura del célebre enclave insular, que le recomendé visitar. Mi joven interlocutor apenas despegó sus ojos de la pantalla de su computador portable. "¿Ah, es una isla?", me preguntó. "Pensé que era una película".
El escaso interés de mi joven interlocutor en mis bienintencionadas explicaciones me desalentó de brindarle información adicional sobre Martín García, tentado como estaba de explicarle que la famosa isla bonaerense había sido ganada a los realistas por Guillermo Brown y sus marinos y ocupada por mercenarios uruguayos comandados por el futuro libertador italiano Giuseppe Garibaldi durante los conflictos internacionales librados por la Argentina rosista. Tentado como estaba de explicarle que Martín García había sido fuente inspiracional del texto sarmientino Argirópolis. Tentado como estaba de explicarle que Martín García había sido "cárcel VIP" de cuatro presidentes argentinos (Hipólito Yrigoyen, Marcelo Torcuato de Alvear, Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi) y cárcel no tan VIP de presos sentenciados, hacia 1900, a trabajos forzados destinados a la ruda tarea de convertir la piedra de la cantera de Martín García en adoquinados para las calles porteñas y a la menos ingrata labor de elaborar el famoso pan dulce isleño, posteriormente delegada en una panadería explotada por individuos libres.
Que un estudiante universitario bonaerense ignore que Martín García es una isla bonaerense es como si un estudiante universitario porteño ignorase que Caballito es un barrio porteño. Que un estudiante universitario argentino piense que Martín García es una película es como si un estudiante universitario francés pensase que La gran ilusión es una isla y Córcega una película.
Yo terminé la escuela secundaria en una época histórica previa a la Web y sabiendo que Martín García era una isla. Y, para saberlo, no necesité la computadora portátil con Internet de mi joven interlocutor, quien no parecía dispuesto a usarla para recabar información sobre Martín García.

           
Ingreso a Martín García

sábado, 25 de mayo de 2013

Muerte y resurrección del 25 de Mayo

En un pasaje de Los gauchos judíos, relato sobre las colonias agrarias judeo-entrerrianas de fines del siglo XIX, Alberto Gerchunoff pinta un grupo de colonos agrarios judeo-ucranianos decididos a empavesar su colonia con variados colores (por ignorar los colores patrios argentinos) y unirse a los argentinos en su clásica conmemoración de la Revolución de Mayo, en un intento de morigerar sus resistencias a la previsible aculturación del colono, corporizada en un joven colono llamado Jacobo, apercibido por su rabino por vestir como un gaucho, no rezar en la sinagoga de su colonia y limpiar su caballo durante el Sabbat, proclive a saludar al estilo comarcano con un poco hebraico Ave María Purísima y aparentemente decidido a limitar su judaísmo a consumir el apetitoso guefilte fish confeccionado por una vecina para un malogrado casamiento judío.


   















Escena nupcial de la versión cinematográfica de Los gauchos judíos, dirigida en 1974 por Juan José Jusid

Los gauchos judíos fueron publicados en 1910, cuando la clase dirigente argentina se aprestaba, como los personajes de Gerchunoff, a conmemorar la Revolución de Mayo, en unos festejos amplificados por el centenario de la gesta maya de 1810. El presidente José Figueroa Alcorta se lució públicamente con la invitada de honor, la infanta Isabel de Borbón, tía del monarca español Alfonso XIII. Figueroa Alcorta quería todo de lo mejor. Y no se andaba con chiquitas. En 1906, la muerte del presidente Manuel Quintana lo había convertido en primer magistrado de la Nación. Su padrino político Julio Argentino Roca lo había subestimado, creyéndolo incapaz de arrebatarle el título de árbitro indiscutido de la política argentina investido por el Zorro desde 1880. En 1907, como el Congreso, mayoritariamente roquista, se negaba a aprobarle el presupuesto nacional, Figueroa Alcorta se limitó a reunir a sus ministros y hacerles firmar un decreto que declaraba vigentes las bloqueadas partidas presupuestarias y daba por finalizadas las sesiones parlamentarias extraordinarias. Y, para mayor seguridad, Figueroa Alcorta hizo clausurar militarmente el Congreso.  Figueroa Alcorta no se andaba con chiquitas. Ello explica la larga vida de cárcel y destierro que aguardaba al anarquista judeo-ucraniano Simón Radowitzky, connacional y correligionario religioso de los personajes de Gerchunoff, nacido en 1891, fallecido en 1956 e ingresado en los anales históricos como el asesino del coronel Ramón Falcón y su secretario privado Alberto Lartigau, públicamente ultimados, durante la presidencia de  Figueroa Alcorta, por un Radowitzky deseoso de vengar las muertes de los ocho anarquistas masacrados por los efectivos policiales encargados de ejecutar la orden de Falcón de reprimir el acto anarquista efectuado el 1º de mayo de 1909 en la porteña Plaza Lorea.


Vehículo ocupado por Falcón y Lartigau al ser ultimados por la bomba anarquista de Radowitzky, lanzada el 14 de noviembre de 1909


Monumento a Falcón, erigido en el excluyente barrio porteño de la Recoleta, con  emblema anarquistaalusiones a Radowitzky

En la Argentina del Centenario no había, según sus gobernantes, lugar para Radowitzkys. Los hijos de los inmigrantes europeos no podían ser unos descarriados. Debían ser buenos argentinos, debidamente escolarizados en los términos de la ley educativa roquista de 1884 y adecuadamente argentinizados, de ser varones, en los términos de la ley roquista de conscripción obligatoria de 1901. Durante el año del Centenario, el presidente José Figueroa Alcorta sería sucedido por Roque Sáenz Peña, quien, en 1912, crearía una nueva obligación para los buenos argentinos varones, extendida en 1947 a las buenas mujeres argentinas: la obligación de votar, cuyo cumplimiento boicotearían paradójicamente, en la reiterada Argentina golpista,  los descendientes de los gobernantes argentinos del Centenario. No era propio de buenos argentinos, de ningún sexo, boicotear las sacrosantas fechas patrias, según los gobernantes argentinos del Centenario, quienes promulgar una ley de residencia para el inmigrante que no intentara hacer percibir a sus descendientes argentinos el carácter sacrosanto de las efemérides, explicativo de la costumbre de la madre de Jacobo Timerman de fijar grandes escarapelas argentinas en el guardapolvo lucido en efemérides escolares por su vástago, tocayo del personaje de Gerchunoff y connacional y correligionario religioso de un Radowitzky indultado y desterrado, en el año del séptimo cumpleaños de Timerman, por decreto presidencial de un Hipólito Yrigoyen devenido en 1916 en el primer mandatario argentino ungido al amparo de la vapuleada normativa comicial sáenzpeñista de 1912. Jacobo Timerman pasaría las de Caín durante un régimen procesista proclive a exacerbar desmedida y farisaicamente la relevancia de las efemérides y otras expresiones grandilocuentes de patriotismo. Afortunadamente, los argentinos aprenderían posteriormente a eludir los cantos de sirena de los dos grandes males históricos de la Argentina del último siglo (golpismo y neoliberalismo). Un hijo de Timerman ocupa actualmente, en son de reparación histórica, el cargo de canciller. Librados de sus peores flagelos, los argentinos pueden celebrar este 25 de Mayo con el mismo optimismo legítimo y antielitista del Bicentenario.

  














Jacobo Timerman 

domingo, 19 de mayo de 2013

El señor de la copa


“Ahí está Videla con la copa”, me decía mi padre, en una fría tarde dominical del invierno austral de 1978, señalándome, en una pantalla televisiva, al dictador Jorge Rafael Videla, depositando la Copa Mundial de Fútbol en manos de Daniel Passarella, capitán de la triunfante selección argentina. Yo sólo tenía ocho años por entonces. No sabía qué era un dictador, ni que en la Argentina se venían alternando, desde 1930, presidentes de iure y mandatarios de facto. Pero todo llega en esta vida. Yo ya tendría años suficientes para entender que Videla podía, como cualquier ser humano, ser algo más que “el señor de la copa”.
Pasaron los años y las décadas. En la primavera austral de 1983, acompañé a mis padres y mi hermana de once años a un cine del barrio porteño de San Cristóbal, actualmente devenido en templo evangelista y a la sazón afectado a la proyección de la primera entrega de ese clásico cinematográfico documental argentino encarnado en La República perdida, referente al golpismo argentino y sus interludios democráticos. La primera entrega de La República perdida se refiere, como se recordará, al periodo comprendido entre el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen y la restauración peronista de 1973. Poco después, Raúl Alfonsín era elegido presidente de la República y disponía el procesamiento judicial de Videla y otros ex jerarcas procesistas, efectuado en tribunales civiles por delitos de lesa humanidad.
El 10 de diciembre de 1985, el tribunal interviniente en la causa dictó sentencia contra Videla y otros procesados. Videla fue sentenciado a cadena perpetua. Mis quince años me bastaban para entender que Videla era alguien más que “el señor de la copa”. En el verano austral de 1986, acompañé a mis padres y mi hermana de trece años a un cine del microcentro porteño, afectado a la exhibición de La República perdida II, referente al fatídico tramo final del golpismo argentino y sus interludios constitucionales, comprendido entre el fallecimiento de Juan Domingo Perón y la asunción presidencial de Raúl Alfonsín. La República perdida II, sumada al fallo contra “Videla & Cía.”, no hacía más que acentuar la distancia, en mi imaginario adolescente, entre “el señor de la copa” de mis ocho años y el Videla obligado a comparecer ante un juez de la Nación como cualquier hijo de vecino.
Mientras escribo estas líneas, la conmovedora banda sonora de La República perdida acompaña los espacios televisivos sobre el fallecimiento de Videla, “el señor de la copa”, que hoy parece haber decidido, hablando de copas, tomar la copa del estribo y partir al encuentro con ese Dios tan caro al corazón de Videla, asumiendo que el Señor admita al ex dictador en Su Santo Reino. El Creador decidirá si Su casa tiene o no lugar para “el señor de la copa”.

  Videla entregando a Passarella la Copa Mundial de Fútbol de 1978 

domingo, 12 de mayo de 2013

El fin de lo anodino



Por Ernesto Sebastián Vázquez
En 1979 yo tenía nueve años y amenizaba mi infancia con la telecomedia diaria Los hijos de López, emitida por Canal 7, guionada por Hugo Moser, protagonizada por figuras actorales como Dorys Del Valle, Tincho Zabala, Alberto Martin y Emilio Disi y relativa a la vida de una familia empresarial de apellido López, apellido anodino  por su marcada frecuencia. Tan anodino como el mío: una vez quise saber, Internet mediante, si tenía parientes en Galicia y un Vázquez de Galicia me contestó por correo electrónico que, para responderme si éramos o no familiares, debía brindarle más datos sobre mi bisabuelo Manuel Vázquez (h), gallego emigrado a la Argentina en 1914, hijo de gallegos aparentemente no emigrados, lo cual aumentaba en teoría mis chances de encontrar descendientes de mis tatarabuelos gallegos en Galicia. Digo bien: en teoría, porque, según aquel Vázquez gallego consultado por mí on line, en Galicia vivían al menos cien mil Vázquez y quizá fuese más sencillo encontrar una aguja en un pajar que un descendiente de algún tío bisabuelo mío no emigrado, primo mío en tercer o cuarto grado, degustando plácidamente una buena taza de vino de Ribeiro en una tasca de Corrubedo, patria chica de mi bisabuelo.
  Escena de Los hijos de López
Es anodino apellidarse López o Vázquez, porque son apellidos muy frecuentes y nadie con dos dedos de juicio se preocupará por un López o Vázquez de más o menos. Pero apellidarse López es, sin duda, mucho menos anodino para la señora Elisa López de Bullrich, tataranieta de Vicente López y Planes, entrevistada días atrás por el matutino porteño La Nación con motivo del bicentenario del Himno Nacional Argentino, cuya letra debemos al tatarabuelo de la señora de Bullrich. Aunque se porte un apellido repetido hasta el hartazgo en las guías telefónicas, no es poca cosa descender de figuras históricas como Vicente López y Planes, su hijo Vicente Fidel y su nieto Lucio Vicente. No siempre es anodino apellidarse López. Si se desciende de celebridades con ese apellido, el hecho de apellidarse López marca, por extraño que parezca, el fin de lo anodino.
Elisa López de Bullrich

jueves, 9 de mayo de 2013

La importancia de la diversidad

En su famosa novela Los papeles póstumos del Club Pickwick, Charles Dickens refiere las andanzas de Mr.Samuel Pickwick y sus amigos, quienes recorren la Inglaterra de 1827-1830. El anciano Mr.Pickwick preside   un exclusivo club londinense bautizado en su honor. En sus viajes, Mr.Pickwick y sus amigos traban amistad con un afable propietario rural, quien, al acogerles por primera vez en su propiedad, propone una partida de naipes, dividiéndose los presentes entre quienes optan por el serio juego del whist y quienes optan por un jocoso juego de naipes bautizado en honor de la papisa Juana, mujer mítica alemana del siglo IX disfrazada de varón y elevada al solio pontificio. La papisa Juana habría adoptado la identidad del papa Benedicto III o Juan VIII. Juana habría sido hija de un predicador encargado de evangelizar sajones, crecido en un ambiente de religiosidad y erudición y tenido oportunidades de estudiar generalmente vedadas a las mujeres de su época. Como sólo la carrera eclesiástica permitía seguir estudios sólidos, Juana decidió ocultar su verdadero sexo y entrar en la religión como copista bajo el nombre masculino de Johannes Anglicus (Juan el Inglés). Trasladada a Roma, Juana siempre disimuló hábilmente su identidad sexual, siendo bien recibida en la Curia y otros medios eclesiásticos y adquiriendo una reputación de erudita que le permitiría convertirse en canciller y sucesora del papa León IV, fallecido en 855. Tras dos años de papado, el pontificado de Juana se vería abruptamente interrumpido por un embarazo, fruto de su unión carnal con el embajador Lamberto de Sajonia, tocayo del papa Juan Pablo I imaginado por Francis Ford Coppola en un Padrino III irritantemente sujeto a la refutada leyenda negra sobre la muerte del papa Luciani. La verdadera identidad sexual de Juana se haría pública cuando la papisa pariese públicamente en medio de una procesión, habiendo muerto a consecuencia del parto o lapidada por el gentío enfurecido.


La actriz alemana Johanna Wokalek personifica a la papisa Juana en una película alemana de 2009

Siempre según la leyenda, la suplantación de Juana obligó a la Iglesia a proceder a una verificación ritual de la virilidad de los papas electos. Un eclesiástico estaba encargado de examinar manualmente los atributos sexuales del nuevo pontífice a través de una silla perforada. Acabada la inspección, si todo era correcto, debía exclamar: Duos habet et bene pendentes (Tiene dos, y cuelgan bien). Además, las procesiones, para alejar los recuerdos dolorosos, evitaron en lo sucesivo pasar por la iglesia de San Clemente, lugar del parto, en el trayecto del Vaticano a Letrán.
 
Inocencio X sometido a la prueba de masculinidad al asumir su pontificado (1644)
La papisa Juana habría nacido durante el Medioevo en la ciudad alemana de Maguncia, como el mítico papa judío Iojanán, hijo de un eminente rabino de su ciudad natal, desaparecido y bautizado a la fuerza en su infancia y finalmente convertido en presbítero y Papa. Para reencontrarse con su padre, rabí Shimón, el papa Iojanán emitía disposiciones fulminantes contra los judíos de Maguncia, quienes enviaban ante Iojanán una delegación encabezada por el padre del papa judío y encargada de implorar ante el pontífice la derogación de las antisemíticas disposiciones papales. Ante su progenitor, Iojanán revelaba ser el hijo de rabí Shimón. Iojanán volvía a su vida judía, desconcertando a la cristiandad con la súbita desaparición del Papa y alcanzando un lugar distinguido entre los judíos de Maguncia.

Iojanán, el Papa judío
No parecen haber existido la papisa Juana y el papa Iojanán. Pero sí existió el beato Juan Pablo II, nacido en la Polonia de 1920 como Karol Wojtyla, llegado al papado en 1978 y fallecido en el Vaticano en 2005. Pero sí existe el alemán Joseph Ratzinger, nacido en 1927, llegado al papado en 2005 bajo el nombre de Benedicto XVI y convertido al empezar 2013 en el primer papa renunciante en seis siglos. Pero sí existe el argentino Jorge Bergoglio, nacido en 1936 y llegado al papado en 2013 bajo el nombre de Francisco, como el primer papa americano de la bimilenaria historia cristiana. Pero, vistas desde el contexto actual, las leyendas de la papisa Juana y del papa Iojanán recuerdan la importancia de la diversidad, recordada por los cardenales Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio mediante sus respectivas asunciones papales, que quebraron saludablemente el cuatricentenario monopolio italiano sobre el papado (en el caso de los papas Wojtyla y Ratzinger) y (en el caso del papa Bergoglio) el trece veces centenario monopolio europeo sobre el pontificado.