“Ahí está Videla con la copa”, me decía mi
padre, en una fría tarde dominical del invierno austral de 1978, señalándome,
en una pantalla televisiva, al dictador Jorge Rafael Videla, depositando la
Copa Mundial de Fútbol en manos de Daniel Passarella, capitán de la triunfante selección argentina.
Yo sólo tenía ocho años por entonces. No sabía qué era un dictador, ni que en la Argentina se venían alternando, desde 1930, presidentes de iure y mandatarios de facto. Pero todo llega en esta vida. Yo ya tendría
años suficientes para entender que Videla podía, como cualquier ser humano, ser
algo más que “el señor de la copa”.
Pasaron
los años y las décadas. En la primavera austral de 1983, acompañé a mis padres
y mi hermana de once años a un cine del barrio porteño de San Cristóbal,
actualmente devenido en templo evangelista y a la sazón afectado a la
proyección de la primera entrega de ese clásico cinematográfico documental
argentino encarnado en La República perdida, referente al
golpismo argentino y sus interludios democráticos. La primera entrega de La
República perdida se refiere, como se recordará, al periodo comprendido
entre el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen y la restauración peronista de
1973. Poco después, Raúl Alfonsín era elegido presidente de la República y
disponía el procesamiento judicial de Videla y otros ex jerarcas procesistas,
efectuado en tribunales civiles por delitos de lesa humanidad.
El
10 de diciembre de 1985, el tribunal interviniente en la causa dictó sentencia
contra Videla y otros procesados. Videla fue sentenciado a cadena perpetua. Mis
quince años me bastaban para entender que Videla era alguien más que “el señor
de la copa”. En el verano austral de 1986, acompañé a mis padres y mi hermana
de trece años a un cine del microcentro porteño, afectado a la exhibición de La
República perdida II, referente al fatídico tramo final del golpismo
argentino y sus interludios constitucionales, comprendido entre el fallecimiento de Juan Domingo Perón y la asunción
presidencial de Raúl Alfonsín. La República perdida II, sumada al
fallo contra “Videla & Cía.”, no hacía más que acentuar la distancia, en mi
imaginario adolescente, entre “el señor de la copa” de mis ocho años y el Videla obligado a comparecer ante un juez de la Nación como cualquier hijo de vecino.
Mientras
escribo estas líneas, la conmovedora banda sonora de La República perdida acompaña
los espacios televisivos sobre el fallecimiento de Videla,
“el señor de la copa”, que hoy parece haber decidido, hablando de copas, tomar
la copa del estribo y partir al encuentro con ese Dios tan caro al corazón de
Videla, asumiendo que el Señor admita al ex dictador en Su Santo Reino. El
Creador decidirá si Su casa tiene o no lugar para “el señor de la copa”.
Videla entregando a Passarella la
Copa Mundial de Fútbol de 1978
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