miércoles, 5 de junio de 2013

Odio al odio


Por estos días me he preguntado por qué muchos argentinos desconfían de la política (o dicen desconfiar, pues, desgraciadamente, mis compatriotas tienen fama de decir una cosa y hacer otra). Hoy, escuchando la disertación de un docente, creí entrever una respuesta a mi interrogante: muchos argentinos no desconfían, en realidad, de la política, sino del odio político, y razón no les faltaría para  desconfiar de él, pues el odio político ha lacerado miserablemente los corazones de nuestra patria, casi desde los inicios de su vida independiente.
¿Cuál es el origen del odio político argentino?  A dicho interrogante pareció proponer una respuesta, hace casi tres decenios, un lector de la revista Humor, noble baluarte antiprocesista lamentablemente autobanalizado a posteriori,  cuando la publicación dirigida por Andrés Cascioli publicó una carta del susodicho lector, cuyo nombre he olvidado, quien decía que un colaborador habitual de Humor hacía mal en decir que él no era radical, sino alfonsinista, pues, según dicho lector,  el personalismo había sido fatídico para la Argentina. “Rosas, Yrigoyen, Perón, dividieron al pueblo”, escribía el citado lector, “y los odios durarán por los siglos de los siglos”.
¿Son Rosas, Yrigoyen y Perón los responsables históricos puntuales del odio político argentino?  No sabría decirlo con exactitud. Lo innegable es que el odio político argentino es de larga data. Se remonta, como mínimo, al sangriento y prolongado enfrentamiento entre unitarios y federales, agravado circa 1838-1848 por la intervención armada anglo-francesa contra ese suelo argentino liberado por José de San Martín, quien, desde su exilio francés, aplaudió la defensa de la soberanía territorial liderada por Juan Manuel de Rosas, gesto que el Libertador premió legando al Restaurador, por vía testamentaria, el célebre sable curvo del Gran Capitán, el más respetado de los personajes históricos argentinos. El odio político argentino se encarnaría posteriormente en las fieras campañas antianarquistas lanzadas circa 1900-1915 por gobernantes conservadores propensos a conceptuar de disolventes las ideas anarquistas traídas a la Argentina por la caudalosa inmigración europea. El odio político argentino también se encarnaría en los enfrentamientos librados circa 1895-1930 entre radicales y conservadores, posteriormente coaligados, con otras expresiones políticas, contra el peronismo, perfilado circa 1945-1955 como ese enemigo común aparentemente requerido por antiguos adversarios políticos para sellar las paces, situación agravada por las tendencias autoritarias del primer peronismo. En su película Eva Perón, de 1996, Juan Carlos Desanzo nos muestra a Arturo Frondizi y otros políticos antiperonistas coaligados con el general Benjamín Menéndez, quien en 1951 encabeza una fallida insurrección militar contra el presidente Juan Domingo Perón. En el film de Desanzo, Frondizi señala una paradoja a un Menéndez ofuscado por sus diferencias con el futuro dictador Eduardo Lonardi. “Yo pertenezco al partido de Hipólito Yrigoyen y usted admira al general que lo derrocó”, dice Frondizi a Menéndez en el film de Desanzo. “Sin embargo, somos socios”. 
El bando golpista, surgido en 1930, perfilaba como el brazo armado de la coalición antiperonista de 1945-1955. Posteriormente, los golpistas refutarían cruelmente esa suposición, al no hacer distinción ideológica alguna entre los presidentes que derrocarían, defenestrando indistintamente al inventor del peronismo, a su tercera consorte, al radical intransigente Arturo Frondizi y al radical del pueblo Arturo Illia y llegando al extremo de convertir en presidente-títere al ucrista José María Guido de 1962-1963. Los golpistas de 1930 y 1955 se conformaron con tratar de acallar al partido político de procedencia de los mandatarios defenestrados en dichos años. Los golpistas de 1966 y 1976 pretendieron suprimir toda forma de política civil, fracasando de manera previsible y ostensible.
La atroz campaña antipolítica procesista de 1976-1982 fracasó rotundamente.  Al desastre militar malvínico de 1982 siguió la restauración democrática de 1983, próxima a celebrar su venturoso treintanario. Los logros de los últimos tres decenios palidecen, empero, ante la desconfianza hacia la política actualmente manifestada por muchos argentinos, quienes, insisto, bien pueden desconfiar más del odio político que de la política en sí misma. Dichos argentinos parecen decididos a institucionalizar el harto desaconsejable Que se vayan todos de diciembre de 2001, cuando, en menos de dos semanas, se produjeron cuatro cambios de presidentes, convirtiendo en un juego de niños esa Anarquía del Año XX que tanto parece haber lacerado el corazón de Manuel Belgrano en su lecho de muerte.
Para muchos argentinos, la clase política parece haber quedado ligada a la implementación de las funestas políticas socioeconómicas neoliberales procesistas de 1976-1983, relanzadas entre 1989 y 2001 por los gobiernos constitucionales encabezados por el peronista Carlos Menem y el radical Fernando de la Rúa, cuyo intachable origen electoral no les impidió incurrir, al definir su agenda socioeconómica,  en los mismos errores garrafales cometidos por la peor dictadura argentina, que sugiriera archivar las urnas, aunque las administraciones duhaldista, kirchnerista y cristinistas se esforzaran perceptiblemente por rectificar, desde 2002, las erróneas políticas socioeconómicas de sus predecesores dictatoriales y constitucionales más inmediatos. Muchos argentinos parecieron concluir, tras la larga agonía final del neoliberalismo argentino, iniciada en 1995, que los militares y políticos no podían solucionar efectivamente los problemas reales de la Argentina. Entre 1976 y 2001, gobiernos dictatoriales y constitucionales habían preconizado unas muy equívocas políticas socioeconómicas. No era posible, según dicha óptica, confiar en los gobernantes. Según dicha interpretación, el mercado no era capaz de autorregularse, como creyesen los neoliberales, pero la sociedad sí. Allí radica el principal desafío de la Argentina contraria al riesgoso antipoliticismo, sincero o insincero,  actualmente detectable en ciertos elementos sociales. Dicho desafío consiste en señalar, a esa Argentina presuntamente antipolítica, las limitaciones acertadamente atribuibles a la capacidad de autorregulación de toda sociedad, con la consiguiente necesidad de intervención estatal.
Esa Argentina presuntamente antipolítica no parece rechazar la política en sí misma, sino el odio político. De ser así, se simplificaría la tarea de repolitizarla, pues se trataría de un rechazo comprensible. El odio, político o no, no puede gustar a ningún ser humano con dos dedos de frente, argentino o no. Tiene todo el derecho del mundo a experimentar y manifestar su desagrado ante el odio. El odio no puede ser incluido entre esos sentimientos constructivos imprescindibles para el progreso humano. En el caso argentino, al odio político se suman otros odios. El odio futbolístico ha mancillado tan miserablemente el noble deporte futbolístico como el odio político a la necesaria actividad política, motor insustituible de la democracia. Los evitables enfrentamientos entre simpatizantes de Boca y River, de Independiente y Racing, de Newell’s y Rosario Central, han ostentado, en décadas recientes, los mismos ribetes desdichados ostentados, en los siglos XIX y XX, por los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre radicales y conservadores, entre peronistas y antiperonistas, entre militares y civiles, entre Azules y Colorados, por el evitable conflicto entre la segunda presidencia peronista y la Iglesia Católica, por la desgastante puja entre la primera administración cristinista y el sector agropecuario. Lo que planteo no es quimérico. Mucho me conmovió, hace ya algún tiempo, una escena televisiva ligada al automovilismo, otro deporte favorito de los argentinos. En dicha escena, los simpatizantes de las distintas escuderías, visiblemente autoidentificados con sus respectivos distintivos, coexistían pacíficamente en las tribunas del autódromo afectado a la competición automovilística televisada en dicha ocasión, pese a la presunta rivalidad entre los simpatizantes de Ford y Chevrolet. ¡Qué bueno sería poder registrar esa noble escena en otros ámbitos de la vida nacional e internacional! Esa noble escena demuestra netamente la plena viabilidad de dicha opción existencial.
    Mucho se equivocó el Leopoldo Lugones de 1924 al preconizar una “hora de la espada” como solución para los problemas latinoamericanos. Su suicidio de 1938 puede ser analizado a la luz de la profunda desazón posteriormente experimentada por un Lugones aparentemente percatado de su trágico error. Mucho se equivocó Lugones al autoerigirse en precursor del golpismo argentino, cuyo nacimiento, producido en 1930, incluyera, entre sus parteros, al comisario Leopoldo Lugones (h), vástago del literato y promotor del uso de la picana eléctrica en los interrogatorios a detenidos políticos.
Mucho se equivocó Lugones al promover el golpismo argentino, expresión inequívoca del amor al odio, pero en nada se equivocará el argentino que proponga sustituir el odio por sentimientos constructivos. En nada se equivocará el argentino que promueva, en otras palabras, el odio al odio, el más noble de todos los odios. Amaos los unos a los otros, sentenció nobilísimamente, hace dos milenios, ese noble enemigo del odio llamado Jesús de Nazaret. Siendo hijos de Dios no podemos matarnos entre hermanos. Nuestro Padre nos castigaría con justa razón. Meses atrás, monseñor Jorge Bergoglio se convirtió en el primer sucesor argentino de san Pedro, apóstol predilecto de Jesucristo. Invito a todo habitante del suelo argentino, sea o no un católico argentino, a ver en la asunción del papa Francisco una ocasión propicia para desterrar toda manifestación de odio detectable en la compleja cotidianeidad argentina.
     Jorge Bergoglio (hoy papa Francisco) fotografiado con su hermano Oscar con motivo de su Primera Comunión

         

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