La abuelita de Kundera en su pueblo
checo
Y la mía en su Belchite y las dos
sabían
Que el cura era el confidente de la
policía.
Nada tenía secretos a su alrededor
Joan Manuel Serrat. La abuelita de Kundera (1994)
La casa de Hipólito Yrigoyen es el
cuartel general. A veces hay allí cuarenta, cincuenta personas; pero él no habla
sino con uno o dos. Desde allí, ayudado por sus amigos, organiza el partido en
toda la Provincia. Nunca va en persona. Ni escribe cartas. Ni suele tratar con
los ciudadanos de los pueblos que han de fundar los comités. Manda a cada
pueblo a uno de sus amigos. Generalmente, el elegido para ir a una localidad en
donde no conoce un alma, presenta sus objeciones al jefe. “Y yo, ¿qué puedo
hacer allí, señor? No conozco absolutamente a nadie. No he estado nunca en ese
pueblo. Ni siquiera sé si hay radicales…” Yrigoyen
supone que los hay. Él tampoco puede indicarle el nombre de ninguna persona de
la localidad. Pero le da un consejo: visitar al cura en cuanto llegue. “Si el
cura es italiano”, le dice a uno de sus amigos, “malo, porque ha de ser
gubernista. Si español, bueno, porque ha de ser radical. Y bueno también si es
vasco. Y bueno también si es criollo”. El emisario toma el tren y se va al
pueblito. A veces debe hacer largas jornadas a caballo o en coche. Visita al cura
y, como ha previsto Yrigoyen, obtiene de él los informes que necesita
Manuel Gálvez, Vida de Hipólito Yrigoyen. El
hombre del misterio.
Buenos Aires, Club de Lectores, 1975, p.88
El
segundo componente textual del precedente epígrafe alude a las vicisitudes
atravesadas en 1891 por el radicalismo argentino, cuando Hipólito Yrigoyen, al
frente del Comité Provincia de la Unión Cívica Radical, brega por organizar su flamante
partido en la vasta geografía bonaerense, tarea complejizada por el
exclusivismo político oligárquico y la precariedad de los medios de telecomunicación
y locomoción de su tiempo. En 1891 no hay automóviles y muchos caminos aún
carecen de asfalto. La telefonía argentina está en su prehistoria. A las cartas
pueden interceptarlas en el correo. Enviar telegramas sobre cuestiones políticas
puede despertar la desconfianza de telegrafistas allegados al poder político oligárquico.
Obtener información no es tan sencillo. A los grandes diarios los controla la oligarquía.
Mucha gente aún es analfabeta o semianalfabeta, pese a la promulgación de la
Ley 1420 y al auge de la escolarización primaria gratuita. En la Argentina de
1891 faltan treinta años para el surgimiento de la radiofonía, sesenta para el
lanzamiento de la televisión, cerca de noventa para la aparición del ordenador
personal, de la telefonía móvil y del fax y alrededor de un siglo para el
advenimiento de la Internet, del correo electrónico y del mensaje de texto. Y,
para colmo, hay que desconfiar de los curas, pese a sus muchos siglos sobre la
Tierra.
Mi
parroquia juvenil tenía una capilla posconciliar decorada con hermosos
vitrales, entre los que descollaba un vitral situado a la altura del elevado
cielorraso del templo. En dicho vitral, el ojo avizor de Dios aparecía
enmarcado en un triángulo representativo de la Santísima Trinidad. Según esa alegoría,
nada escapaba al ojo de Dios. Pero los ojos de los curas no son divinos, sino
humanos, por muy sólida que sea su formación teológica. Tienen sus falencias, explicativas de las
advertencias del Yrigoyen de Gálvez sobre curas rurales italianos aparentemente
afines al antirradicalismo oligárquico argentino del decenio
de 1890, donde la figura de Julio Argentino Roca parecía oficiar de ojo avizor
de la política nacional.
Los
tiempos han cambiado. Veloces automotores y ágiles rutas y autopistas han
reemplazado los incómodos caminos recorridos por los emisarios yrigoyenistas, en
caballo o coche de caballos, en sus periplos bonaerenses del decenio de 1890. A
las agilizadas redes viales de la actualidad se accede, desde la capital
argentina, a través de autopistas bautizadas
en honor de dirigentes radicales, una de las cuales, bautizada
en honor de Arturo Frondizi, nace a la altura del terreno otrora ocupado por la
modesta casa alquilada por Yrigoyen en el barrio porteño de Constitución. Otra autopista,
rebautizada en 2004 en honor de Ricardo Balbín, conecta la capital argentina con
la capital bonaerense, donde un Yrigoyen envejecido y achacoso firmó su
renuncia tras su derrocamiento en 1930. Los medios de difusión informativa se
han diversificado y agilizado. Los emisarios yrigoyenistas hoy no dependerían de
los informes presbiterales. Sin embargo, aún hay que andarse con cuidado. Milan
Kundera lo sabe. Debió preservar su integridad física de la ingerencia
soviética en territorio checo, iniciada en 1968 y denunciada por Kundera en las
páginas de su Insoportable levedad del ser, cuya castellanización difundiera un
prominente sello editor español y cuyo texto anglicanizado se plasmara en la
aceptable versión fílmica de Philip Kaufman. Para ganarse el pan y la
fama, Kundera debió ampararse en medios inimaginables para su abuela. A los
medios los sigue controlando gente de mucha plata, que no siempre evita
publicar lo que, supuestamente, más conviene a sus intereses, aunque no sea lo
más conveniente. Los curas ya no serán confidentes de la policía, como en
tiempos de las abuelitas de Kundera y Serrat. Pero los multimedios parecen
haber asumido funciones similares. La ley mediática argentina de 2009 y su reciente
declaratoria judicial de constitucionalidad quizá resulten impotentes ante el Grupo
Clarín, cuyo poder aparentemente omnímodo motiva que los curas visitados por los
emisarios yrigoyenistas parezcan haber tenido, comparativamente hablando, menos
poder que sus monaguillos.
Milan
Kundera (c.1986)
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