martes, 10 de diciembre de 2013

Mañana de diciembre


Raúl Alfonsín jurando como presidente (10.12.1983)


Buenos Aires, sábado 10 de diciembre de 1983.  Los ex presidentes constitucionales Isabel Martínez de Perón y Arturo Frondizi izan la bandera argentina en un mástil parlamentario y ocupan un sitial de honor en el recinto de la Cámara de Diputados. Desde sus asientos, los dos ex mandatarios presencian la juramentación de su sucesor constitucional Raúl Alfonsín, solemne colofón de la era golpista. Ya han fallecido el marido de Isabel y todos los demás presidentes constitucionales argentinos derrocados por golpes militares del siglo XX. Arturo Illia, ex correligionario de Frondizi, falleció al empezar un 1983 próximo a fenecer como uno de los años más decisivos de la historia argentina. En la mañana del 28 de junio de 1966, doblemente enfriada por el invierno porteño y el glacial derrocamiento de Illia, lejos estaría seguramente Alfonsín, súbitamente despojado de su diputación por Onganía, de suponer que volvería al Congreso como presidente en una calurosa mañana de diciembre de 1983. A Frondizi, acechado por su parkinsonismo, aún le quedan doce años de existencia terrenal. Treinta años después, octogenaria y olvidada, la devota Isabel esperará su encuentro con el Señor en una capital española alguna vez habitada por el consorte de Isabel. 
Isabel y Frondizi nunca recuperarán sus presidencias, arrebatadas por usurpadores castrenses de poderes políticos. En ese caluroso día del diciembre porteño de 1983, Isabel y Frondizi comparten el recinto parlamentario con Fernando de la Rúa, correligionario de Alfonsín, que ha recuperado una senaduría nacional arrebatada a De la Rúa por quienes derrocasen a Isabel. Junto al Congreso aguarda una formación especial de un subte A tan septuagenario como Frondizi, destinada a transportar a la Casa Rosada a los invitados a la entrega de los atributos presidenciales destinados a Alfonsín y la juramentación de su gabinete. Los singulares pasajeros del subte A se apearán cerca de un Concejo Deliberante destinado a devenir en Legislatura trece años después, cuando se resuelva imponer pacíficamente el ambiguo status de Ciudad Autónoma a una Reina del Plata devenida en 1880, de manera nada  pacífica, en esa capital argentina que Alfonsín propondrá trasladar a una Viedma destinada a ingresar en los anales históricos como una frustrada Ankara argentina. En ese caluroso día del diciembre porteño, los singulares pasajeros del subte A se apearán cerca de un Concejo Deliberante destinado a presenciar la juramentación de Julio César Saguier, correligionario de Alfonsín y De la Rúa y primer titular posprocesista de una Intendencia Municipal devenida en Jefatura de Gobierno trece años después, con De la Rúa como su primer titular. Los singulares pasajeros del subte A se apearán cerca de un Colegio Nacional de Buenos Aires destinado a presenciar la inauguración del prolongado rectorado de Horacio Sanguinetti. Lejos está De la Rúa de suponer que, trece años después, la flamante Legislatura presenciará el inicio de la jefatura delarruista, con Sanguinetti como titular de una secretaría de Educación porteña posteriormente dotada de rango ministerial. Lejos está De la Rúa de suponer que, dieciséis años después, jurará, cerca de su antigua banca senatorial, como un presidente elegido por el pueblo que lo destituirá tras dos años de gestión. A Illia, correligionario del senador De la Rúa, lo volteó un Juan Carlos Onganía destinado a fallecer el mismo año que Frondizi, tras haber fantaseado, con un pie sobre su tumba, con volver a la Casa Rosada como un presidente constitucional similar al Illia derrocado por Onganía. A De la Rúa lo volteará el mismo pueblo que lo hiciera diputado, senador, jefe de Gobierno y presidente.
A Isabel la volteó un Jorge Rafael Videla que la obligó a volar en avión hacia su cárcel VIP de Neuquén, tras haberla obligado a apearse del helicóptero abordado en un helipuerto presidencial situado en la azotea de la Casa Rosada y posteriormente trasladado a un terreno adyacente por disposición del presidente Carlos Menem, correligionario de Isabel. En ese caluroso día del diciembre porteño de 1983, lejos está el senador De la Rúa de suponer que, dieciocho años después, deberá recrear efímeramente el helipuerto presidencial de la azotea de la Casa Rosada, al solo efecto de salir ileso de su azarosa presidencia. A Isabel la volteó el mismo Videla que obligó a Menem a indultarlo tras haberlo obligado a cambiar la gobernación riojana por una prisión política formoseña. En ese 10 de diciembre de 1983, debe estar haciendo mucho calor en la capital riojana, donde Menem estará recuperando su silla de gobernador y quizá ya se vea a sí mismo en ese Sillón de Rivadavia ocupado por el riojano seis años después.
En su modesta celda jesuítica, el padre Jorge Mario Bergoglio sigue la televisación de la asunción de Alfonsín. Al subte A aún le restan treinta años de esos duros asientos de madera ocupados muchos años después por Bergoglio, en su doble condición de arzobispo y Cardenal Primado. Lejos está el austero Bergoglio de suponer que la vejez lo hallará convertido en el primer papa argentino. 
En un televisor sintonizado en una capital santacruceña de diciembres menos calurosos que los diciembres porteños, la joven abogada platense Cristina Fernández de Kirchner y su marido santacruceño Néstor Kirchner contemplan a su correligionaria Isabel sentada junto a Frondizi en el Congreso. El derrocamiento de Isabel sentenció a los esposos Kirchner a un largo exilio interno, del cual Cristina y Néstor emergen en esa jubilosa mañana de diciembre de 1983, muy lejos de suponer que el recinto parlamentario televisado presenciará alguna vez sus respectivas juramentaciones presidenciales. En 1983, Néstor soñó infructuosamente con convertirse en intendente de Río Gallegos y convertir a su esposa en primera dama de la capital santacruceña. Andando el tiempo, Cristina será primera dama de Río Gallegos, Santa Cruz y la República Argentina y su esposo, primer caballero de la Nación.
En Londres, la premier británica Margaret Thatcher sigue la asunción presidencial de Alfonsín por televisión. El crudo invierno inglés se anuncia sobre calles londinenses engalanadas para la cercana Navidad. Los muchos desocupados producidos por la señora Thatcher y la dictadura procesista se preguntan si podrán comprar regalos navideños. Las almas no eligen su destino, contrariamente a lo imaginado en unos versos compuestos por un Jorge Luis Borges sinceramente anglófilo y francamente arrepentido, al asumir Alfonsín, de haber alentado los fatídicos derrocamientos de los esposos Perón y de haber desdeñado la democracia como curioso abuso de la estadística. A Borges le obsesionaban los laberintos. En aquella mañana de diciembre de 1983, los argentinos debíamos estar muy lejos de vaticinar la muy laberíntica trayectoria histórica reservada a los argentinos durante los siguientes tres decenios, con hilos de Ariadna de dispar calidad y temibles Minotauros acechándonos en sucesivos Dédalos. A la televisación de la asunción de Alfonsín no sólo la siguieron los esposos Kirchner y el actual Papa. También la siguieron unos militares llamados Mohammed Ali Seineldín y Aldo Rico, quienes, probablemente, ya estuvieran considerando la posibilidad de asestar algún fiero zarpazo a una democracia que ha necesitado treinta años para acusar alguna solidez. En el frío otoño malvinense de 1982, Seineldín y Rico habían afrontado los duros zarpazos asestados por orden de la señora Thatcher, fallecida en el año del treintanario de la actual democracia argentina, cuya maternidad espiritual podría recaer, en cierto modo, sobre esa Dama de Hierro magníficamente recreada por Meryl Streep en el film de Phyllida Lloyd sobre la controversial política conservadora inglesa. El film de Lloyd será estrenado en la Argentina en vísperas de otro significativo treintanario: el trigésimo aniversario de la guerra más innecesaria de la historia argentina. En aquel día de diciembre de 1983, la asunción de Alfonsín no sólo debe haber sido seguida por los dos primeros ocupantes femeninos del número 50 de la porteña calle Balcarce. También puede haber sido seguida por televisión por el primer ocupante femenino del número 10 de la londinense calle Downing, mejor protegida contra el frío londinense decembrino que los soldados argentinos contra el frío malvinense.
En una pantalla televisiva, la madre espiritual inglesa de la actual democracia argentina contempla la consagración del padre de dicha democracia. Casi dos siglos atrás, las Invasiones Inglesas terminaron incitando a los argentinos a preguntarse a santo de qué seguir teniendo un virrey español. Tres años después de la capitulación de Whitelocke, un Mariano Moreno promotor del libre comercio anglo-argentino figuró entre quienes anunciaron su decisión salomónica de prescindir simultáneamente de Borbones y Bonapartes, comunicada, en esos u otros términos, desde el mismo balcón del Cabildo porteño realzado casi dos siglos después por la magnífica oratoria del flamante presidente Alfonsín. Mediante las Invasiones Inglesas, los ingleses terminaron ayudando a los argentinos a expulsar a sus gobernantes españoles, estoicamente soportados por los argentinos desde el siglo XVI. Mediante su victoria en Malvinas, los ingleses terminaron ayudando a los argentinos a expulsar a sus gobernantes ilegítimos, estoicamente soportados por los argentinos desde 1930.  
La argentinización efectiva de las Malvinas puede esperar. En 1983, la democratización efectiva de la Argentina había esperado demasiado. Por eso no es poco mérito que la actual democracia argentina haya alcanzado su treintanario. Permítaseme cerrar esta indigna digresión, mezcla de ficción y realidad, aplicando a la actual democracia argentina esos versos impagables del citado maestro Borges: No nos une el amor, sino el espanto/Será por eso que la quiero tanto.  

  

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