Para
la Argentina, la última quincena ha estado atravesada por motivos luctuosos. El
kilométrico feriado malvínico-pascual[1]
estuvo ligado a efemérides luctuosas. La Pascua cristiana incluye el
aniversario del brutal deceso de Jesús, cronológicamente semicoincidente con la
Pascua judía, que incluye la conmemoración de los ingentes padecimientos
experimentados por el Pueblo Elegido durante el doloroso Éxodo hebreo,
reeditados durante el cautiverio babilónico del pueblo israelita y potenciados
hasta el paroxismo durante los dieciocho siglos de una Diáspora judía coronada
por los indescriptibles horrores del Holocausto. La efemérides malvínica de
abril está ligada al recuerdo de las numerosas vidas argentinas segadas por el evitable
conflicto malvínico anglo-argentino de 1982. Pero Jesús falleció hace
casi dos milenios. Los peores padecimientos del pueblo judío concluyeron hace
cerca de setenta años (siendo deseable que se equivoquen quienes acusan
actualmente al pueblo judío de haber dejado de ser víctima de un multisecular antisemitismo
internacional para erigirse en cínico victimario de un pueblo palestino religiosamente
afín a los antiguos protectores musulmanes de unos judíos perseguidos por católicos
europeos de épocas pretéritas). Los argentinos muertos en Malvinas
fallecieron hace más de tres décadas. Ha habido tiempo
para sus correspondientes elaboraciones de duelo. Ninguna elaboración de duelo puede ser vitalicia, ni constituir el principal
motivo vital humano.
Los
argentinos acabábamos de conmemorar los sufrimientos del Éxodo judío y los
traumáticos fallecimientos de Jesús y los muertos de Malvinas, cuando, en apenas
dos días, unas crueles inundaciones segaron miserablemente las vidas de decenas
de habitantes de la geografía porteña y bonaerense, como la señora Lucila Ahumada de Inama, Abuela de Plaza de Mayo, quien pereciera ahogada en su hogar platense,
tras haber dedicado 36 años de su vida a intentar reencontrarse con su hijo y
su nuera, secuestrados por la peor dictadura argentina, y conocer a su nieto,
presumiblemente nacido en una tenebrosa cárcel procesista. Las destacables señales
de solidaridad hacia las víctimas de las
inundaciones relegaron a un segundo plano las ritualizadas
conmemoraciones malvínico-pascuales.
Durante
el feriado malvínico-pascual y días subsiguientes, los argentinos conmemorábamos
muertes remotas, llorábamos nuevos difuntos e intentábamos socorrer noblemente a nuestros semejantes caídos en desgracia, secundados desde el Vaticano por el primer papa argentino.
Por esos días hubo ingleses y escoceses decididos a celebrar
desembozadamente la defunción de la ex premier conservadora inglesa Margaret
Thatcher, cuya agresiva política exterior acelerara el fin de la dictadura procesista,
innecesariamente empecinada en una fallida reconquista militar argentina del
archipiélago malvínico, obligando al perimido golpismo argentino a considerar seriamente
la conveniencia de pasar definitivamente a cuarteles de invierno.
De
ser yo ciudadano británico, nunca habría votado a la señora Thatcher, ni
aprobado sus cuestionables políticas socioeconómicas, resultantes en un
evitable deterioro de los estándares vitales de su gobernado promedio y
equiparables con esas tétricas contemporáneas argentinas del thatcherismo encarnadas
en las políticas socioeconómicas procesistas, cuyo principal promotor, el
doctor José Alfredo Martínez de Hoz, falleciera el 16 de marzo de 2013, poco antes del aniversario del
advenimiento del régimen procesista y del reciente feriado malvínico-pascual,
sin que nadie intentara celebrar su deceso con champaña descorchada en la Plaza
San Martín, cerca de un importante memorial malvínico y de un Edificio Kavanagh habitado por el ex ministro. Se
interpretó, con muy buen tino, que Martínez de Hoz no habría sido un hombre
querible, pero que no puede celebrarse una defunción como quien celebra un
cumpleaños. No es obligatorio llorar a nadie, pero sí es obligatorio respetar
el duelo, sobre todo el ajeno. Al menos debe respetarse el duelo de los deudos directos del difunto.
Los familiares de Martínez de Hoz tenían tanto derecho de llorar a su nuevo
difunto como el portero del Kavanagh a llorar a sus fallecidos.
De
ser yo ciudadano británico, nunca habría votado a la señora Thatcher. Pero
tampoco habría celebrado su muerte en la plaza pública, como lo hicieran
ciertos londinenses apostados en Trafalgar Square al difundirse la noticia del
deceso de la ex premier inglesa, secundados en su patria por unos escoceses seguramente
deseosos de una independencia escocesa ansiada por los escoceses desde el
Medioevo y probablemente materializada en un futuro cercano[2].
Porque una muerte no se celebra, por muy objetable que sea el difunto. No
corresponde a sus semejantes, tan falibles como el fallecido, juzgar qué clase
de persona fue el difunto en vida. Corresponde a Dios, quien decidirá si
corresponde (o no) admitir al nuevo difunto en el Reino del Señor.
Festejando
la muerte de Thatcher en la londinense Trafalgar Square
[2] El
actual premier inglés David Cameron, correligionario de la señora Thatcher, y
su par escocés Alex Salmond tendrían in mente un referéndum sobre la
independencia escocesa, a celebrarse en un futuro cercano. El actual partido
gobernante escocés propone celebrar dicho referéndum en 2014, año del séptimo
centenario de la victoria militar independentista escocesa cosechada sobre
Inglaterra en la batalla de Bannockburn, librada durante las guerras
independentistas escocesas de los siglos XIII y XIV. (N.del a.)
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